Repican a muerto: el hedor se ha apoderado de las avenidas del
júbilo mientras los títeres van cayendo destronados con sus
cabezas descosidas de los ojos inmóviles.
Un murmullo de risas ácidas, pegajosas y lejanas, va ocupando el
gorgoteo de la brisa entre los árboles. Claveles rojos y
crisantemos para el estiércol de las víctimas que dieron su
sangre en los colectores donde las bombas se hicieron lágrimas.
Palabras de caminos aunados en la sensibilidad del vacío, en la
esperanza fallida por la soberbia.
Luego, el silencio a voces. Huérfanos de tutelajes lanzándose a
la aventura de fingir amores. Distancias que se soportan por la
distancia. Mentiras para amortiguar el miedo a la soledad.
Archipiélagos imposibles porque cada isla va tatuada con la cruz
de los vientos, y porque cada viento se torna huracán desmedido
ante el simple ulular de la voz sin trampas.
Ahora la paz de las noches pausadas, sin laberintos ni falacias.
El apacible calor de los sueños sin cabos, la mansedumbre del
amor reconocido en lumbres viejas.
Y -también- algunos ojos que tuvieron que perderse entre el olor
de los muertos: ojos del recuerdo inmolado en la catarsis
imprescindible de la huida, ojos que permanecen al otro lado de
las mentiras...