Hoy es el día de la Constitución y no he oído cohetes ni he
sabido de fiestas suntuosas.
Está claro que la Constitución ya no gusta. Dicen que separa
a los pueblos porque, con los nuevos estatutos, que dicen
constitucionales, los pueblos se están separando.
Si me lo permiten, les hablaré, brevemente, de mi familia.
En ella no rigen constituciones, ni estatutos redactados a
medida de cada uno. En mi familia la convivencia se basa en
el amor, en el desprecio por el mal y por el daño que
procuramos no causar y en el mantenimiento fácil de la
unidad.
Ya somos varios, y con diferentes orígenes geográficos.
Veamos: mi mujer es soriana y yo madrileño, y, ambos, con un
pasado de cincuenta años residiendo en Cataluña. Nuestros
hijos, dos chicas y un varón, son catalanes, nacidos en
Barcelona. Tenemos un yerno madrileño, otro burgalés y una
nuera del País Vasco, además de dos nietos navarros,
pamploneses para más señas.
-¿No les parece un batiburrillo? ¿Una mezcolanza autonómica?
-Pregunto-
-Pues sí, ¿y qué? -Respondo-
Pues eso. No se admiten objeciones, porque no necesitamos de
cartas magnas, ni de estatutos a medida, ni leyes superiores
a otras Leyes, ni a nadie que nos diga lo que somos. Somos
lo que somos, una familia y, además, una familia tipo, como
cientos de miles de otras familias, y todas ellas, y todos
nosotros, conformamos la España actual y somos semilla de la
España futura que acogerá gentes extrañas y razas
diferentes, y la nueva España, queramos o no, será eso, una
mezcolanza y un batiburrillo.
Pero hay un riesgo, un grave riesgo, y no es otro que el
efecto zapatero.
Nadie, próximo o extraño, economista o minero, cura o
cardenal, analista político o simple lector, puede predecir
cuál será la España futura, geográficamente hablando. Quizá
sí sea cierto, aunque con algo de retraso, aquello de… a
España no va a conocerla ni la madre que la parió.