(a Salvador Salido, que sigue soñando verdes y rojos)
Regatos de espuma
van jugando con el sol
que se infiltra entre los bosques:
el agua
caracolea –ora mansa, ora en rizos-
por entre los salmones
con cantos de paz y ritos de magia.
Peregrinos en silencio recorren las sendas hasta el Monasterio
de Cabeiro, dormido de piedra y musgo en el monte vertical de
pizarra.
Los puentes colgantes bailan con la vista perdida en los
eucaliptos que rezan plegarias dormidas de invierno-primavera.
Estás escoitando
el rumor de los siglos pasados,
el abrazo soberbio
del agua que nutre
la virgen barriga de los dioses celtas,
el agreste
contubernio del aire y la tierra fecunda.
Más allá, donde la ría penetra sus mixturas de Cantábrico y
Atlántico hacia ensenadas de O Baño, antes de remontar el aire
sulfúrico del metano, antes aún de hacerse cemento y acero,
puerto y astillero dormido, Santa Catalina –mitad cuartel, mitad
monasterio, mitad cárcel de recuerdos- llora patios de piedra a
punto de la venganza.
Y más cerca de la mar abierta, la ignominia del monte horadado
por bunkers para la guerra: granitos soterrados para los
cañones, ejércitos enmohecidos para la nada, paisajes rotos por
la prepotencia de invisibles armas.
Puntos de mira oxidados
en la risa complaciente y trémula
del monte marino,
de las gaviotas,
de los pulpeiros...
del corazón anticoagulado y tenaz
de los luchadores de la justicia olvidada.