Sigfrido, héroe de narraciones mitológicas, ha dado muerte al
dragón. Feliz de su victoria, la dedica a su amor, la bella
Brunilda, mientras mana sobre su cuerpo el chorro de sangre
caliente del dragón. Ella lo tornará invulnerable y en adelante
ningún arma podrá herirlo. Feliz, escucha el canto de las aves,
cuando de un árbol cae una hoja y se fija en uno de sus hombros.
Sigfrido lo advierte, un movimiento le bastaría para quitarla,
no lo hace.
¿Por qué? Tal vez el héroe se prefiere más hombre que dios y
decide guardar la imperfección, ese punto vulnerable de su
cuerpo. Comete así una suprema locura, y el azar de una hoja
caída se convierte en destino.
¿O Sigfrido piensa que se trata de una señal de los dioses y no
está en su mano borrarla? Como fuere, el don de la
invulnerabilidad se le ha dado mas no en completud.
Y doble locura, Sigfrido confiesa su defecto a la amada
Brunilda, quien, confundida por bajas intrigas, lo mandará matar
de un certero lanzazo en el hombro, suicidándose luego.
Ah, el hombre, ese tonto dios fallido...
Nota de pie de página. Otra versión sostiene que Sigfrido no
advirtió la caída de la fatal hoja. Naturalmente, de ser cierta,
daría por tierra con mis reflexiones existenciales. La vía
directa para averiguar la verdad fue preguntar al propio héroe.
Corrí pues a la Opera y en un entreacto interpelé al Sigfrido
wagneriano. Y me contestó:
- Yo siempre lo supe.
Y murmurándome al oído:
- Te diré más, ninguna hoja me cayó, yo mismo la corté del árbol
y la puse sobre mi hombro, soy un tramposo.