Repetir lo que dijo Antonio Machado acerca de la poesía como
palabra en el tiempo, no es ocioso cuando leemos algunos libros
de poesía actualmente.
Que el poeta ha ido a la vanguardia de la conciencia semántica
de la palabra escrita tampoco es nada nuevo. Fue Guillermo Díaz-Plaja
quien denominó factor-lastre a aquella herencia que pasa, no
renovada, de una generación a otra. Escribir con un lenguaje
poético heredado es fácil. Lo difícil es sentirse sacudido por
un escrúpulo de conciencia literaria e intentar crear nuevos
enlaces de las palabras para expresar las propias ideas en el
papel.
Y ésta es la tarea que se propuso Antonia Álvarez Álvarez, poeta
leonesa afincada en Gijón. Su bibliografía no es muy extensa,
dado que hace poco que decidió a darse a conocer en el mundo de
la poesía. Unos cuantos premios conseguidos en poco tiempo,
avalan una recién nacida trayectoria que pueda llegar a cotas de
más altura.
Este libro, La mirada del aire, Premio de Poesía Pedro Marcelino
Quintana 2005, es una muestra de su inquietud por la renovación
expresiva desde instancias de un lirismo no necesariamente
neorromántico, si nos percatamos de su sobriedad y la intención
de recrear la lengua, más que tomarla como instrumento de una
catarsis sentimental.
¿Debe tener “argumento” un libro de poemas? Está claro que el
(la) poeta toma de la realidad un mínimo de experiencia para
expresar una síntesis de vivencias al hilo de esa misma bocanada
de historia que le llega de su entorno. Eso es lo que hace
Antonia Álvarez. Su intimismo está fuera de duda. Pero su
preocupación no es plasmar en el papel la necesidad de una
confesión lírica, sino el anhelo artístico de crear poesía con
un lenguaje que busca la independencia con respecto a pasadas
herencias.
Precedido de un prólogo de Francisco Rebollo y Espada, y con una
cita antoniomachadiana, en el libro hay tres partes que dan
contextura al libro, en versos heptasílabos y endecasílabos, en
su mayoría. El sentido elegíaco es como un cauce que conduce el
agua de su escritura bajo la sombra de Virgilio, autor muy
próximo en el sentir a la autora. La delicadeza de espíritu del
mantuano es como un aviso en sus citas de que el poemario
discurre por un camino esbozado nada más, sin apego al realismo
expresivo, que nuestra poeta rehuye con elegancia y un
disimulado flirteo con la creatividad en las combinaciones que
ofrece la llamada competencia lingüística en el nivel poético:
“Vengo del fondo al fondo. / De una cúspide hundida/donde la
sombra embrea el cielo de caricias, / vengo al foso elevado. /
Voy de la nada encinta / de un aire que se ha roto en rosas y en
espinas, / al parto de la nada. / Desde una a la otra orilla. /
Me agarro sólo al aire, al aire más arriba, / ingravidez de un
grano de trigo sin espiga.”
Otro poema representativo puede ser “Ella” : “Viene cuando la
noche nos desviste, / apagando la luz y la palabra. / Es víspera
del sueño que recuerda / que nuestra longitud es la ceniza, /
que toda florescencia es ya despojo. / Viene de blanco, / Ella /
la nostálgica, / a mirarse en el agua silenciosa. / Albar el
alma, un negro e inmenso velo / recubre los temblores de su
frío. / Y luego, / con el aire de la aurora, / esconde,
pudorosa, su osadía / en la posada astral del universo. / la
zunática luna... la enigmática.
En “Avemarías” la autora cede a la tentación del pasado
surrealista y juega con la palabra aire en variantes
significativas por las que triunfa el sensorialismo: “Airelluvia,
airecielo, aireluz, airealma, airelumbre, airelluvia, aireverde,
airetiempo...” Nuestra poeta no está por innovar; su desvio es
mínimo y no implica la revisión de la teoría de Leo Spitzer
consistente en considerar que a toda excitación psíquica que se
aparte de los hábitos normales de nuestra mente, corresponde
también en el lenguaje a un desvío del uso normal: “La soledad
habita en la mirada / como el mendigo absorto en la miseria, /
no tiene un sitio al sol / ni en las esquinas, / ni siquiera una
sombra en que apoyarse...”
Posiblemente Antonia Álvarez podría abundar en el desvío
susodicho, pero ese alarde queda para poetas que no tienen
contenidos experienciales que comunicar a los lectores y
esterilizan el lenguaje a fuerza de golpearlo en el yunque de
una búsqueda estilística desesperada.
Pero, si se piensa que Antonia Álvarez introduce este rasgo
lúdico para fascinar al lector, pudiera estar en un error, ya
que su discurrir poético se incardina deliberadamente en una
poesía con una atmósfera de suave melancolía por lo que tiene de
concepción del mundo: el “dolorido sentir” del Nemoroso de la
égloga garcilasiana, que ella eleva a categoría estética por el
uso sorprendente de la palabra, coincidiendo con el movimiento
del New Criticism, que denunciaba los inconvenientes de la
crítica genética, psicológica, histórica, biográfica y
sociológica, y basaba la esencia de la poesía en la metáfora.
Pero Antonia Álvarez no cae, como dijimos antes, en extremismos
verbalistas en los que esté ausente la “vida mesma”, en el decir
de A. Machado refiriéndose a santa Teresa, como núcleo básico de
la escritura extraída de las propias vivencias.
Por eso, para ella la soledad, tema tan frecuente en el haber de
tópicos clásicos de la poesía, no es un motivo banal en donde
especula con teorías oníricas, sino que: “Es pura desnudez de
piel y beso: / la soledumbre misma consumada. / Temblorosa su
mano, palidece / al tacto astral, selénico del frío, / mas no
encuentra otra mano/ que la entibie, / nunca otros pies
inquietos que la aguarden.”
Bienvenida sea La mirada del aire, buen espécimen de una poesía
que contagia.