Que se hunda un pesquero con cincuenta años de servicio en mitad
de una fuerte galerna a muchas millas de las costas cántabras,
con ser una tragedia que nos dibuja a todos un ramalazo de
tristezas en los rostros (en solidario luto por los seis u ocho
tripulantes que se dejaron la vida en la búsqueda del pan para
sus hijos), no deja de ser algo que podemos entender, algo que
podemos considerar inevitable y que sucede desde que el primer
hombre se montó sobre unos maderos y comenzó a echarles pulsos a
la mar.
Pero que esto le suceda a un barco de lujo, a un moderno crucero
con diez cubiertas y al que, dado el fin a que se destina
-pasear por el mar a miles de turistas-, se le supone construido
con las más altas tecnologías y disponiendo de todas las medidas
de seguridad habidas y por haber, y que, además, le suceda a
plena luz del día, con una mar completamente en calma y a
escasos metros de un tranquilo puerto como el de la isla de
Santorini, es sencillamente inaudito.
No podemos por menos que recordar que ya a principios del siglo
pasado, cuando aún nuestras modernas tecnologías ni siquiera
eran un sueño, ya había animosos hombres de empresa y sesudos
ingenieros que se preocupaban de la seguridad de los buques, que
se devanaban los sesos en construir barcos que pudieran surcar
los océanos con la máxima comodidad y total garantía de
seguridad para sus pasajeros. De ahí nació ese barco en los
astilleros de Belfast del que se decía "Ni siquiera Dios puede
hundirlo". Desgraciadamente, los "elementos" (los de siempre,
los interese económicos de unos y la mala gestión gobernante de
otros) se aliaron con la mala suerte para que el "Titanic",
justo en su viaje inaugural, el 14 de abril de 1912, terminara
sus días bajo las frías aguas del Atlántico Norte cerca de
Terranova. Un iceberg, un témpano de hielo mucho más grande que
el mismo barco, le descerrajó una artera cuchillada en las
ingles por debajo de la línea de flotación para mandarlo a su
inconcebible destino de las negras profundidades.
Pero está claro que este otro lujoso crucero, este supermoderno
émulo del "Titanic", este "Sea Diamond" o Diamante del Mar, era
poco más que unas pocas latas ensambladas alrededor de un
engañoso y fraudulento sueño de lujos y perifollos, poco más que
un juguete de cartón piedra con el que jugaban a los barquitos
unos pocos chavales irresponsables. Porque ¿dónde coño estaba el
capitán y el primer oficial y el segundo y el timonel y el
oficial de derrota y los demás encargados de que 1.600 personas
llegaran a puerto tras haberse gastado sus buenos dineros en un
viaje de placer? Efectivamente, cogiendo moscas.
Inaudito. Tan increíble y escandaloso como que las autoridades y
gobiernos de este llamado primer mundo permitan que miles de
personas suban a bordo de esas cuatro latas que andan los mares
sin otra defensa ante cualquier vicisitud que una estampita de
la Virgen de Veniduerme colgada en el pañol de proa y mucha
confianza en que las olas y los vientos no quieran participar en
el juego. Tan singular e infame como que los responsables de
esta trastienda de manicomio que es la navegación marítima
exijan a buques mercantes y petroleros su construcción con doble
casco y otras medidas de seguridad, y a estos otros, con una
carga de miles de personas recorriendo cada día miles de millas
náuticas por simple placer y asueto, no se les exija ni doble
casco ni tanques con mamparos estancos ni ninguna otra medida de
seguridad que la ya referida estampita de la virgen.
La triste estampa del majestuoso buque hundiéndose me causó una
honda impresión -quizás a todos los que pudimos contemplarlas en
la TV-, principalmente porque, una vez convencido de que los
1.600 ocupantes se salvarían sin más problemas (luego he sabido
que dos ciudadanos franceses se encuentran desaparecidos),
lógicamente, me dio por pensar que cómo era posible que aquel
lujoso barco, aquella riqueza flotante, no dispusiera de unos
elementales -y puede que imprescindibles para ese uso- sistemas
de tanques, mamparos y compuertas estancas en su obra viva que
lo hubiesen dejado flotando sobre las olas y permitido llegar a
un dique para una simple chapuza de diez días y a seguir
navegando. Está claro que los tanques se habían convertidos en
camarotes y los sistemas de seguridad en 500 viajeros más que
aflojaron la pasta para ver cumplido su sueño de un viaje de
placer en un crucero por las islas griegas.
El Capitán Ioanis Marinos y demás oficiales responsables tendrán
que apechugar con sus culpas, es lo justo, pero, ¿y el armador?,
¿y los encargados de contratar a personal tan inepto?, ¿y los
responsables de que la navegación, toda, pero más aún en los
buques donde van miles de personas, sea segura ante cualquier
eventualidad de las muchas que guarda el mar? Mucho me temo que,
una vez más, como siempre, el pato lo paguen los cuatro
artilleros que manejaban el cañón, mientras que los que
ordenaron la guerra, los únicos y auténticos responsables, sigan
allá en sus mansiones y despachos contando dineros y pensando
cómo quitarle hierros a los barcos para que quepan otros 500
pasajeros más.
Pueden que sus madres fueran unas santas, pero cualquiera que la
vista fije en estos crisoles de bastardía sólo verán (y
disculpen que me quede corto) a muchísimos hijos de puta.