Esta mañana, no muy temprano pero sí pronto para la hora a
la que acostumbro a salir a la calle, entré en la farmacia.
Nada importante, necesitaba sólo unos remedios habituales
para mi salud de hierro.
El farmacéutico, al que conozco de hace años, tenía la
puerta de su despacho entreabierta y dejaba ver a otro
hombre que, de espaldas, hablaba con él.
Al rato, sin haberme dado cuenta de sus movimientos -pues me
estaban atendiendo y examinaba mis medicinas-, el
farmacéutico, junto a mí, llamaba mi atención y me
presentaba a la otra persona; era el director comercial en
la zona de una importante fabrica de cosméticos que estaba
organizando una presentación de sus nuevos productos, y que
quería que yo le dijese a mi mujer que el martes, a las seis
de la tarde, acudiese a tan primordial y trascendente
evento. Y me dejaba entrever que, si no lo hacía, la salud
de su piel, y sobre todo su belleza, se resentirían para
siempre y jamás mostrarían un aspecto lozano, juvenil y tan
saludable como tuvo en sus años mozos (de moza, se
entiende), añadiendo que la serie masculina de cremas y
potingues me vendría a mí como anillo al dedo, pues ya había
notado -dijo el director comercial de la prestigiosa marca
de cosméticos- que mi piel andaba algo justa de hidratación.
Yo, que aunque no lo parezca tengo un cierto sentido del
humor, mantuve la conversación en ese plano de belleza
masculina y le comenté que, precisamente, estaba sorprendido
por la cantidad de publicidad que nos bombardeaba
relacionada con los cosméticos para hombres. Sin ir más
lejos -le dije- el domingo pasado, en el suplemento
dominical de tal periódico, aparecía un reportaje de belleza
corporal masculina, y en una docena de páginas no vi más que
cuerpos de chicos afeminados, en posturas sugerentes (para
las mujeres, supongo) y reflejando en sus pulidas pieles el
brillo de los focos del estudio fotográfico. Eso -le dije-
es de un mariconeo total.
La verdad, debo confesar que fue una premeditada e injusta
provocación al representante de productos de belleza y a mi
amigo el farmacéutico, que por estar presente tuvo que tomar
partido a favor de su proveedor y de su negocio, pues en las
farmacias se vende tanta medicina como potingues que nada
tienen que ver con la salubridad, y de esos, también,
depende su fortuna personal.
Alguna que otra señora me daba la razón, y como en los
pueblos de Castilla se habla el español decían: es verdad,
cada día hay más maricones. Con perdón (esto lo digo yo por
escribirlo, que luego mi hijo me regaña por poner tacos en
los textos).
Y así, entre cremas y afeites y citas de gays y de
metrosexuales, el farmacéutico insistía en que, en su
nombre, convocase a mi mujer, mientras el director comercial
de la famosa marca me daba la paliza, fina, cordial y
educadamente, pero paliza al fin, para que cambiase mis
costumbres y me iniciase en el auto embadurnamiento corporal
al salir de la ducha, después del afeitado, antes de dormir
y quizá, no le escuché muy bien, cada ocho horas, después de
las comidas.
Y prepárense, caballeros de toda la vida, que esto no es
nada, porque cualquier día veremos que, además de anunciar
operaciones quirúrgicas para que las señoras se cambien todo
lo cambiable y se hinchen todo lo hinchable, y nos lo
enseñen en un deleznable programa de televisión, intentaran
convencernos, por el mismo medio, para que los hombres nos
alarguemos el pito, o lo acortemos, según sea el caso y la
necesidad, sin tener en cuenta que publicitando pesos y
medidas provocaran, tras las inevitables comparaciones,
rupturas de parejas y peleas conyugales, y eso lo veremos
anunciado dentro de no más allá de un año y en la mismísima
televisión pública. ¡Seguro!