La metáfora es como un doble de la palabra que, en vez de
suplantarla, actúa reafirmándola y prestándole sus mejores
atavíos para que ella se luzca. La razón de la metáfora podría
estar en que la gente quiere ver otra imagen detrás de la real,
ya manida y falta de entusiasmo.
Quizá tenga la ficción más poder sobre el alma que la realidad
misma. La realidad nos disgusta a fuerza de tenerla con
desdichada seguridad; la ficción, en cambio, nos hace soñar, que
es, al fin y al cabo, lo que más puede en la condición humana.
Tal vez es por lo que vivimos y esperamos. Es probable también
que el poeta se canse como hablante común de oír siempre las
mismas palabras denominadoras de los objetos, de los paisajes y
de los sentimientos. De ahí que desee recuperar el mundo del
entorno mediante el bautizo de nuevas formas expresivas para
recrear el mundo que ha de entender y amar.
La comparación de lo real ya desgastado con imágenes que se le
parece es como una manera de sobrevivir a gusto en el área
delicada y sutil de la designación, nuevo Adán en un paraíso
verbal oxidado por la indiferencia de cuanto ve y necesita
identificar.
Es la metáfora un juego poético, pero también es un recurso para
no repetir, para no dañar más las señalizaciones lingüísticas
que deterioran el uso. Con ello se amplía la nómina de nombres
de un objeto o de una idea abstracta. El célebre A es como B y
el B de A, son fórmulas afortunadas que agradecen la capacidad
de expresarse el hablante y no aburrir con la reiteración al
oyente.
Una vez que la metáfora queda consagrada por el empleo de
quienes la utilizan, se incorpora a la norma; incluso, pasado
cierto tiempo, se lexicaliza y empieza la necesidad a hacer su
rebusco en la buhardilla de la imaginación para que la lengua no
se empobrezca con los nombramientos comparativos ya usados
insensiblemente. Pues bien, con este rodeo he ido aludiendo a la
teoría literaria del formalismo ruso, representada en el plano
poético especialmente por Victor Sklovsky, que consideraba el
uso de la metáfora como un proceso de desaumatización del
lenguaje. Habría que preguntar entonces si la metáfora -pura,
impura o impresionista, según la preceptiva- surge del gusto
personal del hablante creador, o bien es un recurso subyacente
en las entrañas del depósito locutivo de la lengua,
preconfigurado por sus leyes internas. Para tal caso, tendríamos
que volver de nuevo al formalismo y pensar en su concepto de
percepción. ¿Se parece en algo a la idea de intuición de Leo
Spitzer, que recogió nuestro Dámaso Alonso y le llevó a formular
su idea capital de la obra poética como un misterio? Y es que la
percepción de la realidad por parte del poeta no es la misma en
todos. Hay variaciones en cantidad y calidad. Sería interesante
entrar en esto, pero lo dejaremos para otra ocasión.
Da lo mismo para nuestro caso en este artículo. Lo importante es
que la metáfora refresque el uso de la comunicación de los que
la hermosean con su habla o su escritura. Los teóricos del New
Criticism consideran que la esencia de la poesía está en la
metáfora. Habrá quienes discrepen. Ahora bien, para un locutor
que retransmita un espectáculo, es imprescindible contar con
denominaciones variadas para no cansar a los que escuchan. Como
se dice de los inventos -recuérdese que viene de “învenio”,
encontrar-, en la lengua hallamos los tropos porque nos
esforzamos en dar con ellos, pues están en las ocultas minas del
sistema lingüístico o estructura profunda, atendiendo a la
dicotomía de Chomsky. Incluso los llamados grandes temas -el
amor, el dolor, Dios, los paisajes, el recuerdo, el olvido; en
suma, las experiencias personales, incluidas las que `pretenden
“filosofar” o criticar las estructuras vigentes de la sociedad,
etc.-, que pueden dar al traste con expresiones desgastadas, a
pesar de sus motivaciones comunes -por no decir vulgares-, se
remozan con la frescura del lenguaje transgresor o extrañador y
el colorismo de la metáfora.
Escribir, en el sentido lato de crear, se va convirtiendo en un
oficio excitante por lo que tiene de reto. Estamos llamados a la
originalidad más allá del metalenguaje, fieles a la escuela
idealista que dio el disparo de salida hacia la búsqueda de la
intuición, albergue de la metapoética, vellocino que necesita
Jasones y Jasonas con sensatez que no dan la voz eufórica de
“¡Tierra a la vista!” hasta que no están seguros de que,
navegando hacia el Argos de la creatividad, no han encontrado lo
que realmente es presentable al público lector.
Estamos obligados a escuchar “voces” interiores que nos avisan
de que la imaginación, denostada por los positivistas en el
siglo XIX, es la avanzada de futuros hallazgos, de “tierras
prometidas” donde abunden la leche de nuevas ideas y la miel de
unas expresiones asombrosas. La evolución de la estética
literaria juzgará y tamizará en un futuro a los escritores
actuales. ¿Qué les importa a los lectores mis vivencias humanas
(a veces, demasiado humanas, como diría Nietzsche) si no van
arropadas y acicaladas con la “fermosa cobertura” que anunció en
sus días el Marqués de Santillana?