Desde hace tiempo circulan las novelas salidas de la pluma de
Umberto Eco. La primera, publicada hace más de dos décadas, fue
un éxito total: una auténtica narrativa que, sin acatar los
moldes de los bestsellers, alcanzaba la venta de éstos, diez
millones de ejemplares de “El nombre de la rosa”. La segunda
novela, titulada “El péndulo de Foucault”, dio lugar a un
curioso fenómeno. Voy a suponer con generosidad que vendió un
millón de copias, lo cual, en términos generales, es más que
envidiable. Pero, si la comparamos con “El nombre de la rosa”,
resulta un fracaso: sólo alcanza el diez por ciento de las
ventas.
¡Pobre Umberto Eco!
¿Qué debía hacer? ¿Festejar el millón o sumirse en el
abatimiento por la caída en el número de lectores? Unos días
optó por lo primero, otros por lo segundo. Y lo imagino decirse:
-Nunca debí salir del campo de la comunicación social, lo tengo
merecido. ¿Cómo haré para evadir esta esquizofrenia, debo
festejar o ponerme luto...?
Difíciles interrogantes, todo había comenzado como una
curiosidad cuando Umberto dio con unos documentos concernientes
a la vida monacal de hace varios siglos, y que acabaron pidiendo
a gritos: ¡dános un argumento, haz de nosotros una novela!
Difícilmente alguien hubiera podido resistir el ruego, y menos
una pluma acerada como la de Umberto. Así nació “El nombre de la
rosa”, llevada luego al cine con éxito.
En todo caso, el error no estuvo en escribir la primera, sino la
segunda... de ese modo se habrían evitado las comparaciones. Y
la tercera, y la cuarta. Aplicando la reducción al diez por
ciento, se pasa de diez millones a un millón de copias, a cien
mil para la tercera novela y diez mil para la cuarta, titulada “Baudolino”.
Así, ni festejar ni ponerse luto: reincidir.
El hecho es que Umberto Eco es famoso por donde lo miren, como
comunicador social de autoridad indiscutible y como autor de “El
nombre de la rosa”. Y bien ¿a qué más puede aspirar? ¿A los
grandes premios? ¿Al Nobel de literatura? Y no me diga que él
está excluido pues se otorga por el total de la obra de un
escritor, y que la comunicación social no va como producción
literaria. Fíjese que no. ¿Acaso no se lo dieron a Bertrand
Russell y a Henri Bergson y los dos fueron filósofos? ¡Y también
a Winston Churchill...! De modo que Umberto merece el Nobel pero
otro es el motivo de no concedérselo: tal vez le sale sobrando.
¿Para qué le serviría? Fíjese. En 1980 le fue otorgado a Czesiwa
Milosz. Mucho gusto. Y bien, ése fue el año de publicación de
“El nombre de la rosa”.
La celebridad de Umberto no la dan los premios, sino el
reconocimiento de millones de lectores, de estudiantes y
estudiosos, del hombre de la calle, de las multitudes que lo
escuchan cuando los medios le abren las puertas. Cierto, siempre
hay quienes piensan de otro modo y se obstinan en premiarlo, lo
cual Umberto acepta con tolerancia infinita.
Y a pesar de todo, imagino que no es feliz. La gloria es un
techo, una vez tocado ya poco queda por hacer. Por lo demás, a
pesar del consenso que lo acompaña, no puede, tal los príncipes,
dejar de sentirse solo. Es el “spleen” como precio de la fama.
Lo imagino pues entrando a su biblioteca, encerrándose junto a
uno de los anaqueles. ¿Cuál? El dedicado a las obras escritas
sobre Umberto Eco. ¡Y las tesis de los alumnos de Comunicación
Social...! Es casi una biblioteca borgiana, sin fin a la vista,
textos en hebreo, sánscrito, chino de la dinastía Ming,
etcétera.
¿Está Eco a la escucha de su eco? También eso se ha agotado, el
Narciso ya nada puede contra el “spleen”. Un Narciso de todos
modos averiado, la caída en el número de lectores lo ronda sin
darle paz: tú no eres un novelista, “El nombre de la rosa” fue
un golpe de suerte y mejor no averiguar las ventas de la tercera
novela salida de tu pluma. Debe reconocerse que la más reciente,
titulada “Baudolino”, no se conformará con los diez mil
ejemplares que resultan de su cuarto lugar cronológico y de ir
quitando un cero por novela a partir de aquellos locos diez
millones. Ojalá sea así.
Y luego está la soledad de la cima. Haber llegado lo más alto y
allí a nadie encontrar, deseando romper la soledad y a la vez no
queriendo compartir la cima, se crea un tire y afloje, una
tensión difícilmente soportable. Pobre Umberto Eco.
Y aquí la moraleja. Dios nos guarde de realizar nuestras mayores
ambiciones, y con ellas la gloria. Es preferible asumirse como
un buen perdedor que alcanzar el título de campeón de todos los
pesos.