Hace varios años, concretamente en febrero del 2000, escribía un
artículo en esta misma revista en el que, con el título de "Con
turbante o chilaba" (ver enlace 1), comentaba la escasa
natalidad que se observaba en nuestro país -una de las más bajas
del mundo- y aseveraba que, de continuar así los índices
natalicios y la masiva llegada de inmigrantes (entonces
magrebíes en su mayoría), en un plazo más o menos corto, nos
veríamos todos con un turbante o fez por sombrero y vistiendo
una chilaba.
Por supuesto que nada tengo en contra de nuestros vecinos
marroquíes, argelinos o de cualquier otra parte de esta inmensa
y maltratada tierra que tenemos ahí a un tiro de piedra. Y diría
más, que a cualquiera de nosotros, los españoles que habitamos
las antiguas tierras de Al Andalus, de Al Musata, de Al Sarq o
de cualquiera de los otroras reinos y condados de España, nos
hacen unos sencillos análisis genéticos y nos pondrían en claro
que por nuestras venas corre más sangre musulmana que por la
carótida del mismísimo moro Musa. Si pudiéramos rebobinar la
película de la Historia, en cuanto nos remontáramos un poco en
el tiempo nos toparíamos con más de un tatarabuelo -mío, de Vd.
y de aquel señor de la corbata- que usaba turbante o chilaba y
se postraba todos los días cinco veces hacia la Meca.
Setecientos años son muchos años. Y esos son los que anduvimos
los mismos caminos y convivimos bajo el mismo techo moros y
cristianos. Así, pues, bienvenidos sean nuestros -aunque quizás
ya lejanos- parientes de la chilaba y el Shalam Aleikum.
Sin la menor duda, hay que reconocer que la inmigración, la
enorme ola de inmigrantes llegada en estos último años, no sólo
nos ha resuelto el gran problema de la escasa natalidad -y por
ende, conseguido que España vuelva a tener unos índices de
población más acordes con su status como país-, sino que la
misma se revela como un factor de decisiva importancia para
nuestra economía. Son ahora mismo más de cuatro millones, casi
cinco, los inmigrantes llegados y establecidos -la mayoría
legalmente, o sea, con papeles- en nuestro país (una de las
mayores tasas de inmigración del mundo, tres o cuatro veces
mayor que la tasa media de Estados Unidos y ocho veces más que
la francesa), lo que viene a suponer alrededor de un diez por
ciento de la población total española.
Si profundizamos en los índices estadísticos de este fenómeno
-para lo que bastaría echarle un vistazo a la completísima
página de Wikipedia (ver enlace 2)-, veríamos que, por su edad
(una media de 30 años), estos casi cinco millones de nuevos
españoles y residentes se suman para rejuvenecer la población
española, cooperan de manera importante en normalizar los
índices de natalidad, colaboran eficazmente en mantener la Caja
de la Seguridad Social -más de la mitad de las altas y nuevas
afiliaciones-, ayudan al crecimiento del PIB de manera
significativa, ocupan puestos de trabajo en sectores para los
que antes apenas había oferta, como los servicios (doméstico,
hostelería, recogida de basuras, etc.), la construcción, la
agricultura y otras muchas labores en las que hasta hace unos
pocos años aún veíamos a licenciados en paro.
En definitiva, que los inmigrantes, los nuevos españoles, son
necesarios.
Pero, si continuamos revisando estos índices, nos percataremos
-quizás con cierta sorpresa- que también tienen su parte
negativa. Uno de estos efectos negativos -que nos lo sirven cada
día en todos los medios de comunicación- es el de mujeres
asesinadas aquí en España por sus parejas. Si le ponemos
atención al asunto y nos preocupamos de saber la nacionalidad de
la pareja, comprobamos que una buena parte de los protagonistas
de estos luctuosos hechos -cuando no ambos, al menos uno de los
componentes- son de nacionalidad extranjera. La proporción va
subiendo por años y ya en 2007 podemos ver que ésta se va
aproximando a la mitad, lo que supone, si tenemos en cuenta que
la población extranjera es de sólo un diez por ciento, que la
mayoría de estas muertes -si diferenciamos el tema en este
índice común- tienen como protagonistas a personas llegadas de
fuera. Podemos decir otro tanto de las mujeres inmigrantes que
sufren malos tratos, que presuponemos muy superior a los datos
conocidos, y cuyo índice de denuncias es ínfimo, sin duda por la
aceptación de costumbres y las diferencias culturales, a lo que
se añade el temor que supone la posible expulsión del país del
homicida o maltratador.
Otros temas negativos en los que que se ve implicada una alta
tasa de población extranjera (mínima, si se quiere, comparándola
con la mayor parte de los inmigrantes establecidos, que nos
consta que son gente honrada, trabajadora y excelentes
personas), son las bandas de atracadores que actúan en chalets y
zonas residenciales, las dedicadas a la prostitución y la trata
de blanca, a la introducción de dinero falso, al robo de
vehículos y a otros muchos delitos. También serían reseñables
las bandas juveniles (sudamericanos casi en su totalidad) como
los Latin Kings, Ñetas, Maras y otras que son un auténtico
problema para la ciudadanía, sobre todo para menores y
adolescentes, en algunas ciudades españolas. Palizas,
extorsiones, agresiones, violaciones, asesinatos y violencias de
todo tipo se van convirtiendo en una constante llevada a cabo,
casi en exclusiva, por estos "tiernos infantes" repobladores de
la nueva España.
Nos podríamos extender en otros muchos factores observados en la
TV y prensa diaria en las que los índices se dan como de la
población española, pero donde, muchas veces, los protagonistas
son inmigrantes, por ejemplo, los accidentes y muertes en
carretera, los muertos en accidentes laborales, incluso, entre
las víctimas del terrorismo de ETA, donde también comienzan a
contarse inmigrantes junto a los españoles.
En esta nueva España comienzan a perfilarse los horizontes de la
universalidad. Comienzan a convivir etnias y culturas diversas,
y, unas más próximas, otras más lejanas o más diferentes en sus
orígenes, nos permite presuponer un futuro no muy lejano donde
no existirán ni moros ni cristianos ni negros ni blancos ni
buenos ni malos ni europeos ni subsaharianos, sino sólo hombres.
Quizás sería necesario borrar de los anales de la historia y el
conocimiento algunos nombres de los que brillan en letras de oro
y por cuya virtud se ha derramado la mayor parte de la sangre de
la humanidad, pero, apenas nos esforzáramos un poquito, unos y
otros, oriundos y extranjeros, y sobre todo mandamases,
gobernantes y dueños del capital, conseguiríamos un mundo
bastante más perfecto y acogedor que este tan puñetero en el que
nos ha tocado vivir.