Sabemos que a partir del formalismo ruso, el quehacer poético
tendía a dividir su tendencia en dos vertientes casi
irreconciliables. Por una el arte como artificio, según la
exigencia de Vixtor Shklovsky, la palabra liberada de su
automatización oxidada por el uso, huérfana de emoción creadora,
lejana ya de un entusiasta brote delirante en el que la
expresión impregnara de sorpresa a los lectores; por otra, la
comunicación en un variado registro que desde la poesía “llana”,
directa, deudora del pasado y sometida a lastre, como diría
Díaz-Plaja, hasta la que depura los usos lingüísticos
responsabilizándose del tema al que sirve de “fermosa
cobertura”, en expresión del Marqués de Santillana.
En esta línea poemática hemos de situar Fe de vida de Enrique
Barrero Rodríguez (Sevilla, 1969).
Por muy innovadores que fuesen los formalistas no podían
suprimir de las referencias literarias los temas que siempre han
motivado a los poetas, como es el caso del libro que nos ocupa.
La primera impresión que nos llega de su lectura es la de un
Patronio aconsejando a un Conde Lucanor desde el vientre de su
madre. Esquemas para la vida práctica que hacen que este libro
sea necesario ya desde “Amago de llanto”, pragmática humanista
tratada con un lenguaje sobrio que salva el peligro de la
retórica que acecha a toda poesía incursa en las perspectivas
humanas: “Misterio es el dolor. Pero nosotros / supremos
artesanos del misterio. / Te abatirán inviernos de tristeza, /
quebrará el abandono tus murallas. / Pero escucha en silencio lo
que digo: / si extraviada en las calles tu esperanza / te
asaltara la sed, si sólo el vértigo / acompañara el eco de tus
pasos...”
Entre temores y consejos teñidos de estoicismo -“Te hablaré de
la muerte”- el poeta enseña a su hijo a caminar por la vida, sin
renuncia a un moderado epicureísmo -“Intenta ser feliz”-, a
sabiendas de las dificultades que entraña la vida social -“De
luz y sombra”-. A pesar de la servidumbre verbal a que obliga el
realismo, Barrero entrevera su poemario en rigurosos
endecasílabos blancos, unos pocos heptasílabos y tres sonetos
con metáforas en la línea de la tradición andaluza, logrando con
este colorido un equilibrio entre su deseo de testar toda una
experiencia de la vida y un uso del lenguaje literario que salva
riesgos de coartadas realistas.