Hace muchos años, cuando estudiaba matemáticas en la universidad
de Estocolmo, entre correteos por pasillos y bibliotecas, conocí
a Nahid. Una mujer iraní de tez blanca, ojos grandes como
aceitunas, labios carnosos, cabellera bien cuidada que se dejaba
caer hasta los hombros, mentones un poco voluminosos y una
formidable figura que al caminar parecía que el mundo temblaba
bajo sus pies. Su presencia robaba las miradas de los hombres, y
seguramente muchas mujeres la contemplaban con envidia sin mover
los labios. Nahid, oriunda de Teherán, me hacía recuerdo a la “Miskki
Simi”, que en quechua significa: “la de la boca dulce”. La “Miskki
Simi”, mujer hermosa y de aspecto angelical, es protagonista
principal de uno de los cuentos más hermosos del escritor
boliviano, Adolfo Costa du Rels. El autor relata, con gran
talento y un lenguaje coloquial, las aventuras amorosas de la
bella muchacha en el altiplano de Bolivia. Joaquín Avila, joven
diestro para la guitarra, llega al pueblo de Uyuni para ocupar
un cargo en la Aduana Nacional. Con el paso del tiempo logra
conquistar, por medio de sus coplas sentimentales, el corazón de
la “Miskki Simi”.
Dado que Nahid venía de una cultura donde la mujer es poco
propensa a conversar con hombres desconocidos, y más aún en un
país extranjero, me era muy difícil, pese a que nos habíamos
encontrado en algunas ocasiones, cortejarla con palabras
amorosas. En aquella época, estudiaba lógica matemática (materia
cernidora en la carrera de informática) y por más lógica que
trataba de emplear, me sentía cohibido de explicarle mis
sentimientos por ella. Además, era un poco escudriñadora. Pero
muy pronto me surgió la idea de conversarle de arte, de
literatura y de poesía. Por suerte le gustaban esos temas.
Empecé, entonces, ha hablarle del gran poeta, astrónomo y
matemático persa Omar Khayyam. Hablamos de su poemario Rubaiyat,
de su casa en Korasán, de las cuartetas que se le atribuye y de
su vida mística y bohemia. No quise hablarle de sus
investigaciones en el campo de las matemáticas porque a Nahid,
como a muchas personas, no le interesaba para nada los números.
A esas alturas, creí enamorarme de la “Miskki Simi iraní”, quién
parecía ser una especie de catalizador de los tópicos femeninos
y símbolo del sexismo. Al principio de nuestra amistad, me
confesó que no era musulmana. Pues en teoría esta falta de
creencia me favorecía. Pero los dilemas no dejaron de
multiplicarse. Yo, a diferencia de Joaquín Avila, sin coplas ni
guitarra, esperaba que mis palabras y piropos abriesen senderos
en las paredes de su corazón. Sin embargo, a consecuencia de sus
titubeos e indecisiones, no podía calcular hasta qué punto le
agradaba mi compañía, o al menos la calidad de mis ofertas.
Tampoco rechazaba a nuestras citas en un restaurante, en una
cafetería o en un parque. Al contrario, cada vez que acudía a
una cita, solía vestirse muy elegante y a veces llegaba con
masitas típicas de su país. Me saludaba en persa y me daba un
beso en la mejilla.
En mi opinión, era la promotora de un juego ambiguo de querer y
no querer ir más allá. Por lo demás, juego que hace de aperitivo
antes de empezar una relación. Sea como sea, nos habíamos
convertido en una pareja de buenos amigos y nada más. A ella le
convenía esta situación, pero para mí era una secuencia de
incógnitas que, día a día, acrecentaba impaciencia en mi
persona. A decir verdad, no tenía valor para rechazarla
rotundamente, tomando en cuenta las características que le
rodeaban. Más bien eran, precisamente, esas cualidades tan
nítidas a mi observación, lo que me había llevado a sentirme
cerca de ella. A pesar de todo, el mayor consuelo en ese trance,
eran los chispazos de ternura que emanaba en los momentos de
conversación. Pues yo, ni corto ni perezoso, los interpretaba
que en su interior prevalecía aún la voluntad de seguir en
contacto conmigo. Por eso mismo, volaba mi fantasía por los
cuatro vientos. Y a ratos cuando estábamos tomando café, frente
a frente, me daba la impresión de que ella estuviera pensando en
lo prohibido conmigo. Digamos que ella estuviera queriendo que
me acercase para besarla, hacerle cariños, abrazarla o
finalmente...
Esta coincidencia, que parecía llegar a su fin, se revelaría con
el paso de los días. Gracias a esa fe, sus rechazos terminaban,
al fin y al cabo, siendo promesas de amor, implícitas
confesiones de la pasión a la que se había aferrado. Una tarde
de otoño, cuando los árboles se vestían de un ropaje multicolor
y el viento soplaba suavemente, habíamos decidido encontrarnos
en un parque de Estocolmo. Yo llegué unos quince minutos antes
que ella. Me senté en un banco cerca de un jardín que lucía
amapolas y margaritas bailando al son de la leve brisa otoñal. A
unos cinco metros de donde estaba sentado, tocaba un hombre un
violín. Se escuchaba una música romántica que parecía tener el
poder de juntarnos a Nahid y a mí como pareja. Quizá ella
también quería eso, pensaba yo. ¿Pero cómo saberlo de antemano?.
Encendí un cigarro y, mientras la esperaba viendo pasar a la
gente, fumaba pensando que había llegado el momento de poner las
cosas bien claras. Trace en mi mente una estrategia, para ir al
encuentro de todas sus ocurrencias. Me preguntaba cosas yo
mismo, encontrando al instante las respuestas.
Por otra parte, me sentía muy optimista y pensaba que nuestra
existencia era necesaria. Los besos soñados se harían realidad,
las palabras acumuladas encontrarían la razón, las caricias la
superficie buscada. Presentía que Nahid llevaba un sol de
prendedor. La tarde, y quizá la noche, se transformaría en una
confabulación a mi favor.
De pronto, vi acercarse a Nahid. Un escalofrío de emoción sentí
en mi cuerpo. Se había vestido muy sensual: una chaqueta de
terciopelo que le armaba bien el cuerpo y debajo llevaba una
blusa morada con finos levantes de tela semitransparente. Así
dejaba al descubierto la parte superior de sus bellos pechos de
diosa blanca. Llevaba un pantalón ceñido al cuerpo y unos tacos
de cuero revuelto.
Se había maquillado ligeramente. La sombra de sus párpados caían
sobre sus grandes ojos. Irradiaba dulzura, dándole un aspecto de
princesa de la corte durante el reinado de Malikshah. A medida
que se acercaba, despedía el olor de un perfume fragante.
Además, tenía el pelo recogido y parecía una gitana española.
- ¡Hola! ¿Cómo estás? ¿Hace rato que llegaste? – me preguntó con
voz firme. Luego me dio, como de costumbre, un beso en la
mejilla.
- Sí, hace un momento; pero estoy contento de respirar esta
brisa de otoño, repuse inmediatamente.
- ¿Tienes algún plan para esta tarde?- continuó con la mirada
clavada en mis ojos.
- Si, pero... ¿Te sientas a mi lado? – le pregunté amablemente.
- Sí, claro – me contestó.
Ese día me sorprendió, ya que estaba contenta y cariñosa. De
algún modo, mi afección por ella había calado huellas y su
comportamiento empezó a ser diferente. Notaba una cierta soltura
en ella, más sincera, más amable, más relajada y entregada a las
cosas del amor podríamos decir. Atento a esas cualidades tan
notorias, no me quedaba otra alternativa que enamorarla. Nos
fuimos a un boliche de la ciudad vieja. Ella tomó dos tragos de
nombre “San Francisco”. Una mezcla de no sé qué. Yo tomé un par
de cervezas y dale con la charla. En un momento determinado,
Nahid eligió hablarme de sus sentimientos y de las cosas que
ataña al ser humano. Me conversaba con cierta gracia y
coquetería.
El amor era para ella, una rosa que había que cuidarla cada día
para que no se marchite. Pero al mismo tiempo, llegamos a la
conclusión que las parejas deberían empeñarse de quitar esos
candados, tabúes, y leyes oscuras que ciertas sociedades imponen
a los seres humanos. Se quejaba de ese bloqueo mental que sufren
miles de mujeres, a consecuencia de la religión y muchas otras
cosas más.
Mis ojos estaban puestos en el umbral de su rostro, mientras
Nahid gesticulaba con las manos. Finalmente, después de hacer el
último brindis: se arregló el pelo, me miró con ternura, me hizo
un ademán y por fin cedió a mis requerimientos...