Para Shklovski, el extrañamiento nos permite percibir de forma
desautomatizada lo que está automatizado y redicho por el uso,
por el hábito inconsciente en el uso de la mayoría de la gente
que no siente el lenguaje como suyo, sino como un instrumento de
usar y tirar. Sólo el poeta auténtico siente el lenguaje como
suyo y lo selecciona aunando en un conjunto de palabras aquellas
que le revelan una vivencia íntima, tal vez intraducible, pero,
de momento, satisfactoria para configurar una emoción poética.
Por su percepción el lenguaje verbal halla unos tesoros
metafóricos, rítmicos y léxicos que antes no se habían
manifestado, pero que estaban en su depósito de sistema como
lengua; sólo que ésta esperaba a que él se hiciese sensible a
sus sugerencias. Para llegar a este nivel de actualización ha
sido necesario un largo trayecto de experiencia lingüística. Un
verdadero poeta creador no se contenta con un lenguaje heredado.
Nunca será deudor de un pretérito, aunque sea inmediato, que ha
desgastado todo el caudal de nombres, adjetivos y verbos que
emplearon otros que no se cuestionaron si había que refrescarlos
ya para que la emoción creadora sirviese de compensación a su
esfuerzo.
Sin embargo, el extrañamiento no es posible si no hay una
percepción que trasmitir, y ésta viene de una nueva visión del
mundo. Nuevas formas de conocimiento provocan nuevas formas de
expresión, como dijo Knechenik. Más tarde, algo parecido diría
Leo Spitzer. “A toda excitación psíquica que se aparte de los
hábitos normales de nuestra mente, corresponde también en el
lenguaje un desvío del uso normal; o bien, a la inversa” (Alicia
Illera, 1979). Un idiolecto requiere un mundo interior que lo
fuerza, que lo exige como expresión adecuada.
Por eso, se puede distinguir entre el disparate y la expresión
afortunada. La improvisación es mala consejera. Quien no ha
llegado a madurar ese mundo, no podrá “revolucionar el
lenguaje”, a menos que lo haga fragmentaria y esporádicamente.
Recurramos a los romanos: “Ten la idea y las palabras seguirán”.
El poeta puede empezar en una fase realista en la que describe
lo que ve, de manera directa, sin seleccionar su registro, que
casi siempre es deudor de otros poetas de generaciones
anteriores.
Pero, pasada una etapa de escritura mimética, el poeta comienza
a valorar su experiencia de la lengua y selecciona las palabras.
Mas aquí tenemos una pregunta ineludible. Volvamos a Spitzer.
¿Es el desgaste de las palabras lo que le lleva a recurrir a
otras combinaciones para conseguir una gratificación emocional,
o es la maduración de la realidad observada lo que le motiva a
distinguir en esas percepciones, aquellas que le elevan por
encima de las circunstancias comunes, hasta una panorámica de
observaciones exquisitas, además de algunas intuiciones que, en
conjunto, eligen expresiones lingüísticas complicadas?
La capacidad del poeta para personificar la realidad es
asombrosa. Esa prosopopeya, unida a la metáfora, configuran un
mundo que será irreal sólo para quien no se detiene a estudiar
esa evolución de vida-lenguaje. Lo que nos dice el poeta,
incluso en su fase onírica, es real en el ámbito mental de su
experiencia. Manifestaciones psicológicas traducidas a lenguaje
poético que no se han de confundir con el disparate ni el tanteo
aventurero y patético.