“AQUÍ YACE LA ESPERANZA”:
MARIANO JOSÉ DE LARRA
EN EL 170 ANIVERSARIO DE SU MUERTE
EL ROMANTICISMO
El
Romanticismo es un movimiento cultural y político que se produjo
en Europa en las primeras décadas del S. XIX. Surgió en Alemania
e Inglaterra y siguió en Francia; aunque en España apareció
tarde. Como dijo don Ramón Menéndez Pidal, “España es un país de
frutos tardíos”, aunque, eso sí, fue considerado un país
romántico por excelencia, por la Guerra de la Independencia, sin
ir más lejos.
No es, pues, una corriente artística sin más, sino que supone
una nueva concepción del mundo. Ya a finales del S. XVIII se
empezaron a notar los primeros cambios que desembocarían en el
Romanticismo. Veamos:
-en Francia con los libros “La nueva Eloísa” y “Emilio” de
Rousseau y, sobre todo, con “Pablo y Virginia”, que se considera
una de las primeras novelas románticas, de B. De Saint Pierre.
-en Alemania con la corriente “Sturn und Drang” y los “Cantos
populares de todos los pueblos”, de Herder; aunque fueron Goethe
con “Werther” y “Fausto” y Schiller los que dieron el empujón
definitivo.
-en Inglaterra podemos hablar de Thompson y “Las estaciones”, de
Young y “Pensamientos nocturnos” y de Macpherson que inventó al
falso Ossián, el bardo que recogió poesía en las montañas de
Escocia.
-en España señalaron lo que, si las circunstancias políticas lo
hubiesen permitido, habría sido el preámbulo del Romanticismo:
Cadalso con “noches lúgubres” y Meléndez Valdés con sus
“Poesías”.
El Romanticismo se produce como resultado de una evolución del
pensamiento del siglo anterior, el XVIII., no es algo que ocurra
de la noche a la mañana, como es lógico.
El Romanticismo se caracteriza por la exaltación del yo, que da
lugar a un intimismo exagerado; pero, a la vez, el hombre
romántico busca una evasión hacia lo externo: países exóticos y
lejanos o tiempos pasados (sobre todo la Edad Media).
En el Romanticismo se permite la manifestación de los
sentimientos de forma expresiva y espontánea, frente a la
discreción y mesura propias del S. XVIII.
El romántico se siente solo y, a la vez, único e importante. No
le gusta su sociedad y decide romper con ella por el camino de
la evasión. El sueño y la muerte son dos formas de lograr sus
objetivos. Nada más romántico que morir en plena juventud
luchando por unos ideales (Lord Byron). A la vez, el romántico
se muestra egoísta y poderoso. Se considera el ombligo del
mundo, por decirlo así, o en palabras de Tassara: “Yo soy mi
propio Dios solo allá en mi cielo”.
La libertad es a palabra clave del romántico, ya que explica la
importancia de la iniciativa personal, de lo espontáneo en los
hombres y en los pueblos, de las tradiciones nacionales de cada
país y del individualismo a ultranza.
Hay una serie de constantes que definen el Romanticismo:
-La Naturaleza: hace de amiga y confidente del romántico, quien
refleja su estado de ánimo en la misma. Así, la confusión del
romántico se percibe en paisajes agitados, lejos de las
ciudades. Los seres naturales son compañeros del romántico:
árboles, rocas, la luna, los astros que sufren y sueñan...
También las ruinas despiertan la evocación de pasado. Les gustan
las escenas nocturnas, los cementerios, los sepulcros... los
lugares, en suma, que posibilitan la meditación melancólica
sobre la muerte o la desesperación más absoluta.
-El amor: el amor es un sentimiento tan idealizado y elevado que
se confunde con un principio divino. O es todo o es nada. Esta
concepción apasionada del amor les hizo rechazar los matrimonios
por interés y conveniencia.
-La mujer: la mujer gozó de una gran valoración y se la
consideró una especia de ángel que embellecía el mundo y salvaba
al hombre. Sería la “mujer ángel” representada por la Doña Inés
de “Don Juan Tenorio”. Sin embargo, hay otra concepción que es
la “mujer demonio”, esto es, la que se pierde al hombre, la que
lo traiciona y abandona. Sería la Jarifa de Espronceda, en “A
Jarifa en una orgía”.
-Historia: los románticos también idealizan el pasado, sobre
todo la Edad Media, que se convirtió en motivo de inspiración:
caballeros, cruzados, héroes medievales se pasean por la obra
romántica.
España. Ya lo dijimos, fue considerado el país romántico por
excelencia. Un país donde siempre había habido libertad, pasión
y fuerza. Calderón de la Barca fue el autor más admirado por el
Romanticismo alemán.
La Guerra de la Independencia fue considerada, desde fuera, como
una guerra romántica: el pueblo frente a un ejército organizado,
el francés.
El Romanticismo, como hemos señalado, llegó tarde a España por
culpa del reinado absolutista de Fernando VII, que obligó a que
se exiliasen numerosos intelectuales quienes conectaron, en sus
lugares de exilio, con la literatura romántica. Así, el apogeo
del Romanticismo en España se da entre 1834 (en 1833 muere el
rey) y 1849 (cuando se estrena “Traidor, inconfeso y mártir, de
Zorrilla). Por entonces llegan a la madurez los hombres (y las
mujeres) nacidos en plena Guerra de la Independencia: Larra y
Espronceda.
MARIANO JOSÉ DE LARRA
Larra (Madrid 1809) pertenece a la verdadera generación
romántica de escritores españoles.
Fue hijo de Mariano de Larra, un médico afrancesado, que fue
nombrado médico de cámara de José Bonaparte y de Doña Dolores
Sánchez de Castro, su segunda esposa. El pequeño Larra fue un
niño despierto y muy mimado por su familia. Cuando José
Bonaparte regresó a Francia, la familia Larra hizo lo mismo y el
pequeño Mariano aprendió el francés olvidó pronto el español,
hasta que regresó a España, a raíz de la amnistía de 1818.
Entonces se terminó de educar en el Colegio de los Escolapios de
Madrid y, después, en el Colegio Imperial de los Jesuitas. Pensó
en estudiar Leyes en Valladolid, aunque lo dejó para dedicarse
al periodismo.
Larra se casó muy joven con Pepita Wetoret y tuvo un matrimonio
desgraciado, que se refleja en su artículo “El casarse pronto y
mal”. Pese a ello, fueron padres de tres hijos, aunque Larra
vivió siempre entre la depresión y la insatisfacción. Un pasión
no correspondida con Dolores Armijo acentuó su estado patológico
e hizo que se suicidara, “románticamente”, pegándose un tiro el
13 de febrero de 1837, hace ahora 170 años. Pese a que fue un
suicida, su popularidad era tan impresionante, que se aceptó que
se enterrase en sagrado y tuviera un velatorio, por el que
pasaron, según se asegura, más de 15.000 personas. Eso nos
permite hacernos una idea del peso popular e intelectual que
tuvo Mariano José de Larra. En su funeral, un jovencísimo
Zorrilla, aprovechó la coyuntura, para leer unos versos
laudatorios lo que hizo que cobrase fama e importancia en los
círculos madrileños, pero esa sería otra historia.
Larra siempre fue un inadaptado que sufrió el triste espectáculo
nacional y predijo la catástrofe española. No es de extrañar que
los autores de la Generación del 98 impusieran la tradición de
ir a su tumba a homenajearlo todos los años, tradición que se
mantiene viva, puesto que Luis Carandell, sin ir más lejos, el
periodista ya fallecido, fue todos los años al cementerio en
donde reposa el escritor.
Mariano José de Larra, sin duda, fue –o es- una de las plumas
más clarividentes de nuestro romanticismo. De mente aguda y
mordaz, con buenas cualidades críticas, liberal convencido, a
Larra le dolía, como después a Unamuno, el atraso y el
anquilosamiento de España, por eso no duda en atacar costumbres,
usos, personajes y aspectos anquilosados de la cultura, la
economía o la política en sus “Artículos”. Fue el periodista más
famoso de su época y un crítico respetado y temido. Larra
influirá notablemente en la Generación del 98. Gracias a él
tenemos un retrato de lo que fue su sociedad, una sociedad de
apariencias, del quiero y no puedo.
Juan Eduardo Zúñiga, en su libro “Flores de plomo” retrata el
día en que Larra decidió poner fin a su vida. Aquel lunes 13 de
febrero de 1837, en Madrid se celebraba el carnaval y las calles
estaban llenas de máscaras y... de muerte. Mariano José de Larra
se suicida pegándose un tiro en la sien. El suicidio de Larra
marcó a una serie de personajes, algunos que lo conocieron y
otros no; pero que laten al compás del infortunio del escritor.
Al lado de personajes históricos -Mesonero Romanos, Zorrilla,
Dolores Armijo, Felipe Trigo...-, aparecen personajes ficticios
que imprimen, todos juntos, con sus pensamientos y acciones, un
clima de inquietud en la narración que está escrita de manera
sobria, pero evocadora y dramática.
La pregunta que domina en el libro “Flores de plomo” y que
podemos traer a colación aquí parece ser ¿cómo nuestros actos
pueden llegar a repercutir sobre personas que no conocemos?,
¿qué nos llevamos a la otra vida?, ¿hasta qué punto llega
nuestra influencia? Por ejemplo, Felipe Trigo, ese otro escritor
español que no conoció a Larra personalmente y del que nos hemos
ocupado en esta sección, también se suicida y es esta última
reflexión la que cierra la historia de una manera sobrecogedora
y realmente original. Es, por así decirlo, una especie de efecto
mariposa el que planea sobre el resto de personajes a
consecuencia de los actos de Larra, de Fígaro. El libro capta la
atención inmediata del lector por su proyección histórica, por
ese juego de luces y sombras, de verdades y mentiras que, bien
unidas, dan lugar a Flores de plomo, el homenaje a Larra que él
jamás se imaginó.
OBRA EN PROSA Y OBRA DRAMÁTICA
Larra escribió sobre un mismo tema (el amor trágico) un drama y
una de las pocas novelas románticas españolas: “Macías” y “El
doncel de don Enrique el Doliente”, que se ha hecho famosa por
ser el regalo que ofreció la Princesa Letizia cuando se
comprometió con el Príncipe Felipe.
“Macías” cuenta la trágica historia del trovador gallego Macías
que sufrió cárcel a causa de los celos del esposo de su amada.
“El doncel de don Enrique el Doliente” ofrece las mismas
alternativas que seguramente pensó Larra el día de su suicidio:
“o la mujer o la muerte, no hay otra salida”. La obra tuvo mucho
éxito, tanto como las grandes representaciones del teatro
romántico, tipo “Don Álvaro o la fuerza del sino”, del duque de
Rivas.
EL PERIODISTA
Larra debe su fama a sus artículos de costumbres, políticos y de
crítica literaria. Fue periodista de vocación y de profesión y
firmó sus artículos con distintos seudónimos: “Juan Pérez de
Munguía” o “Fígaro”, acaso el más conocido. Colaboró en
distintas revistas y periódicos del momento como “El duende
satírico del día”, “El pobrecito hablador”, “El Español”, “El
Redactor General” o “El Mundo”.
Como buen romántico, Larra recorrió Portugal, Inglaterra y
Francia; intervino en política y fue un hombre liberal que
siempre sufrió por el presente y el porvenir de su patria.
Larra, al igual que Quevedo o Gracián, aspiran al progreso y les
duele el gran atraso que sufre España, respecto al resto de
naciones europeas. No fue un afrancesado exactamente, vano o
petulante, sino que de verdad sintió y se lamentó del
anquilosamiento español.
El pesimismo de Larra es un pesimismo romántico, como estamos
viendo, aunque más bien se aplica al contenido de sus textos,
porque, formalmente, su prosa no adolece de la hinchazón
retórica propia del Romanticismo, más bien es sobria, directa y
mesurada. Tuvo una gran fama en su época. Larra fue un buen
costumbrista, que retrató muy bien la sociedad contemporánea y
un gran ensayista.
Entre sus artículos de costumbres cabría citar: “Un castellano
viejo”, en donde critica el casticismo, el carácter nacional,
que exagera vicios y silencia virtudes; “Vuelva usted mañana”
que es una crítica a la incompetencia de los funcionarios
públicos; “Empeños y desempeños”, “Modos de vivir que no dan
para vivir”, “La diligencia” y muchos más, todos ellos vigentes
todavía porque los vicios que fustiga Larra, por desgracia,
siguen formando parte, en más o menos medida, de nuestra
sociedad y de nosotros mismos.
Sus artículos políticos se centran en el análisis crítico del
gobierno de entonces y abordan la defensa de la libertad y la
denuncia de la injusticia. Larra, en estos artículos, se muestra
muy desencantado. Dos ejemplos serían “La Nochebuena” de 1836 y
el “Día de Difuntos de 1836”. En aquel año, unos meses antes de
que se suicidase, el ánimo de Larra ya estaba cayendo en un pozo
sin fondo, como se refleja en sus reflexiones cargadas de
melancolía, amargura y dureza. Leamos un ejemplo de “El Día de
Difuntos de 1836” en que Larra piensa que los muertos no son los
que yacen en las tumbas, sino los que pasean por las calles. Es
una reflexión casi existencialista, aunque ese movimiento aún no
había sido ni creado: “Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde
está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se
apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro
de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero un vasto cementerio
donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el
sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de
una esperanza o un deseo”. Aunque no sea quizá este el momento,
en estas líneas se adivina ya el espíritu de Dámaso Alonso en
“Hijos de la Ira” (1944).
Sus artículos de crítica literaria analizan la situación
literaria de su época. Larra, en estos artículos, denuncia la
mediocridad y la falta de calidad en autores y obras. Destaca,
precisamente, el titulado “Literatura”.
Larra fue el periodista más admirado y temido de su época. Con
sus artículos de opinión, como vulgarmente se dice, no dejó
“títere con cabeza”. Podemos, para finalizar, destacar algunos
rasgos de su estilo:
-inicia los artículos, a menudo, poniéndose de observador de
unos hechos, como si él fuera una persona más mayor y contase lo
que le ha ocurrido a un sobrino suyo, cuando, es posible, que le
haya ocurrido a él mismo, pero se escuda en esa especie de juego
narrativo.
-tiende a analizar las causas de los acontecimientos de comenta
o valora.
-sus artículos, como dijimos, en la forma, se acercan más a una
concepción neoclásica y racionalista.
-describe con precisión y riqueza léxica personajes y ambientes.
-maneja con habilidad la ironía, el tono sarcástico y la crítica
“esperpéntica”.
-emplea constantes interrogaciones dirigidas a los lectores, a
los que hace partícipes de lo que cuenta.
El pesimismo de Larra, que se agudizó con el tiempo, hizo que
sus obras estuvieran teñidas de amargura y lucidez, aunque nunca
olvidó el sentido del humor, acaso negro y muy fino, pero que
ayuda a que hoy sigamos valorando sus escritos y reconociendo,
en nuestra sociedad, unos mismos tópicos y estereotipos. No
olvidemos que la ironía es el arma que tienen los muy
inteligentes para distanciarse de los problemas y, así, poder
abordarlos con mayor libertad.
BIBLIOGRAFÍA MÍNIMA
-Larra, Mariano José: “Artículos”, Magisterio-Casals, (2 1999),
(Novelas y Cuentos, 6).
-Zúñiga, Juan Eduardo: “Flores de Plomo”, Alfaguara, 1999