Sábado, cuatro de la mañana, es la hora de los borrachitos.
Cuando han dejado a los cuates, cuando emprenden el regreso
presintiendo la cruda etílica y la cruda moral; cuando la calle
es suya. Están empeñados en demostrar que la Tierra es redonda y
que por eso se caen, apoyándose uno en otro, volviéndose
monotemáticos, porque tú no me quieres, yo lo sé, tú, sí, tú no
me quieres; llorando, haciendo eses, cantando, dando
explicaciones al silencio, es que estoy un poco cuete, un poco
persa, tantito, tantito briago, versiones más suaves que
borracho o pedo, menos literarias que ebrio, menos técnicas que
dipsómano o alcoholizado. Y meando aquí y allá, salpicándose los
zapatos, los pantalones y calcetines, pero si me falta un
calcetín ¿a dónde lo habré dejado? tú me lo quitaste porque tú
no me quieres, yo lo sé, tú no me quieres, tú me lo quitaste
¿qué fue lo que me quitaste? Y equivocando el rumbo y finalmente
dando con la casa, y con la llave y acertando en la chapa. Hasta
entrar y sentirse con sobredosis de soledad como antes fue con
sobredosis de compañía cuando estaba en la cantina, la fiesta,
la reunión familiar, y ya amenazaban pelearse todos contra
todos.
Y así, llegados a la casa, los borrachitos piden auxilio
intentando dar con un cuate, un cuate ¿qué? que se amanece ¿por
qué se amanece? Quién sabe, tal vez sea periodista o velador,
ahorita vemos. Pero equivocan el número de teléfono, llamándolo
a su casa, donde atiende una voz de esposa somnolienta. Entonces
cuelgan sin decir palabra, avergonzados; mientras la esposa del
cuate -que se cree vigilada desde que inadvertidamente recibió
en la calle un volante del EZLN- cae desvanecida. Y en ese
momento de cruda etílica y moral, de sobredosis de soledad, los
borrachitos buscan un revólver y se disponen a suicidarse. Pero
de pronto se quedan profundamente dormidos en el sillón de la
sala, extendidos a todo lo largo, los brazos colgando, el
revólver caído. Que, por lo demás, está descargado.