Hacía calor y el zumbido de las moscas estaba en cualquiera de
los tenderetes como uno más de aquellos condicionantes
insalubres, y se veía alguna rata asomando indecisa la cabeza
por alguna alcantarilla, y las vacas comían plácidas e
indiferentes toda clase de basuras, y había muchos puestos de
mangos y plátanos que eran el manjar de los insectos y la
subsistencia de algunos niños escuálidos que danzaban con una
felicidad triste y contagiosa que provenía de la multitud, o
quizás de los colores, o de las lluvias, y a mi me inspiraba
lástima y pesimismo para las generaciones venideras. Y mucha
impotencia. Y por la noche contemplé la estampa gris en mitad de
los colores, que era la estampa de las prostitutas.
Era la ciudad más grande del este de La India, con sus once
millones de almas y sus miles maneras de nacer, de vivir, de
morir, y en definitiva, de ser partícipe en un lugar donde Dios,
o la naturaleza renegaron de la generosidad. Yo casi no podía
creer que también era ciudad para emigrantes. Se emigra de La
India a Holanda, o a Inglaterra, o de Marruecos a Francia, o de
Ecuador a España. Pero... ¿Dónde había un infierno? ¿En qué
lugar había tanto miedo a los amaneceres de miseria?
Me lo contó un niño. Me dijo que se llamaba Kahn. Hablaba de las
catástrofes naturales y de los desastres inventados por los
hombres, de la hambruna, de las guerras, de los choques
violentos entre los grupos étnicos sufridos en otros lugares de
un país donde las distancias son continentales. A nosotros nos
echaron de la aldea, nos destrozaron toda la mercadería y los
utensilios del campo. Y un día llegamos a Calcuta, y la ciudad
no tenía capacidad para ese aluvión de emigración interior, y
somos demasiada gente para que se garanticen unas condiciones
mínimas de subsistencia y nos convertimos en cómplices y
protagonistas de la vida en las aceras llenas de chabolas, y
aquí no hay oportunidades, y así mi madre y mi hermana
terminaron de prostitutas. ¿Prostitutas? Sí, también las traen
de Bangladesh y Nepal. Hay mucho dinero de por medio. Una niña
guapa y virgen puede suponer 6000 euros, que son más de 300000
rupias. Otras no valen más que 7000 rupias. Luego hay que
trabajar y lo consiguen los sucios proxenetas encerrando,
torturando, violando. Mi madre no se negó, pero mi hermana
sufrió las embestidas de los hombres crueles. Le rompieron las
muñecas y aún mantiene intacta una cicatriz debajo de uno de sus
ojos del color de la piel de los mangos. Marcas del barrio rojo.
Muchas mujeres ya han probado el infierno, miles de mujeres. No
hay una estimación concreta, pero por aquí se habla de más de
20000, con muchas niñas de menos de catorce años, criaturas muy
bonitas con rostro de princesas y mucha inocencia en la mirada.
Se habla de que las niñas no tienen sida y aquí los
seropositivos están a la orden del día. Yo había leído algo en
el hotel Manor. The New York Times dejaba caer una noticia con
todos los tintes de la desgracia. Se prevé que en el año 2010 La
India será el país con más seropositivos del mundo: entre 20 y
25 millones de indios estarán infectados.
Su hermana se llamaba Tana. Cuando llegó a Calcuta tenía quince
años y un rostro con el brillo del que asume nuevas aventuras y
siente algún brote de optimismo en el espíritu, pero la
esperanza inicial se truncó vilmente, porque a las aldeas no nos
llega información y no tenemos ni remota idea de lo que sucede
en el resto del país. Un hombre envuelto en harapos la debió
agarrar entre el tumulto, y a rastras se la llevó al barrio rojo
de Sonagachi. Y empezó a trabajar, allá donde los matices del
rostro de las prostitutas adquieren unas dimensiones de tristeza
y amargura difíciles de encontrar en cualquier otro rincón del
planeta. Allá, en una esquina del infierno. Allá, donde las
mujeres y las niñas reciben las embestidas de las impudicia
entre lágrimas, mirando al techo, y convierten en ficción los
suspiros del dolor. Allá, entre basura, decadencia y vicio. Un
día se escapó del burdel. Apareció la cabo de una semana en
Nueva Delhi. Yo creó que fue allí a enamorarse. Y así ocurrió.
Se enamoró de un tipo nepalí que había trabajado en Jaipur y
llevaba una año trabajando de jardinero en una acomodada zona
residencial de Delhi. El hombre le contó que sus intenciones
eran ir en breve a Calcuta y reanudar los negocios de mercadería
que tuvo hace años con un primo suyo, que ahora requería su
ayuda porque tenía una enfermedad que le ocasionaba constantes
diarreas y dolores de cabeza. Una vez allí, su destino la
arrastró de nuevo hacia Sonagachi. Su amor de porcelana se había
roto en tres pedazos, en uno estaba asentada en la traición, en
otro la falta de escrúpulos y en el tercero la más cruel de las
mentiras. Del tipo, que estaba casado y tenía tres hijos, nada
se volvió a saber desde que ejercitó el envío al barrio rojo.
Ella escribió un poema. Se llamaba Sueño de amor convertido en
sueño negro y debía ser triste como las almas corrompidas de los
proxenetas esquivando las fogatas de un infierno inventado para
ellos.
Cuando Tana me dio a leer el poema, no tuve valor ni para
enfrentarme al primer verso. La miré con una lástima que debió
ser dolorosa para ella y acaricié su pelo con toda la
complicidad y la impotencia que requería el momento. A su lado
estaba Azmina, muy envejecida para sus sesenta años de edad, con
su aroma a rosas y a curry, y sus collares de rupias, y su
rostro anclado en una indiferencia que era como una tristeza
eterna. Había llegado al barrio rojo cuando era una niña, y sus
padres, que no tenían ni para pan, la vendieron a una mujer que
se aprovechó del hambre, la incultura y la indigencia. Primero
les prometió un trabajo decente para Azmina. Horas más tarde
llegaron los castigos físicos hasta que no tuvo más remedio que
acceder a acostarse con el primer cliente y vender su
virginidad, de la cual se hacía propiedad un viejo crápula
desdentado y maloliente que a menudo aparece en las pesadillas
de Azmina. A sus padres jamás les volvió a ver y a menudo siente
un frío helador en el alma cuando piensa en la complicidad que
ellos tuvieron con la dueña del burdel. Me dijo que ya apenas le
quedaban clientes. Estoy vieja, muy gastada, y soy una puta con
muchas horas de trabajo, ahora vivo de la mísera caridad de las
otras putas, que me dan algo de dinero a cambio de que les cuide
a sus hijos, me confesó estática, con la mirada clavada en el
suelo, tal vez sin miedo, quizás pensando que apenas cabía más
dolor en su vida. Estaba tan arraigada al sufrimiento, o quizás
tan asentada en su desgracia que rehusó venir conmigo.
Tana y Kahn me lo iban contando por el camino. Hay problemas
para los niños del barrio rojo. Viven entre las tinieblas del
desarraigo familiar, que los deja cómplices de la soledad,
vagando solos por las calles. Ni siquiera saben si realmente
quieren a sus madres, que se deben a los favores sexuales de sus
clientes y los dejan abandonados, y por ahí van, vagando sin
sentido por Sonagachi. Me los llevé a la Fundación de una amiga,
Urmi Basu, una millonaria bengalí que miró de frente a la
miseria, y fue buscando a sus protagonistas. Aquello era un
lugar seguro. Había médicos jóvenes con la imagen muy
descuidada, muy volcados en su trabajo, y un poco inseguros,
como es relativo a la condición de principiantes. La trabajadora
social se llamaba Sandra, y su divorcio la trasladó a Calcuta.
Kahn no dejaba de mirarla, con esa timidez y atracción, que los
hindúes tienen frente a las mujeres europeas. Era rubia, de ojos
azul marino, y tenía un aire como de espíritu de carne y hueso,
muy volátil, muy sigilosa, y con el rostro rosáceo de los
angelitos, o quizás de las infantas del siglo XVII. Luego llegó
Urmi, con su bondad escondida tras la severidad de su rostro, y
creo que me habló sin creer rigurosamente lo que decía: algún
día desaparecerá el tráfico de niñas de las aldeas a las
ciudades. Algún día, pensé yo, algún día estaremos muertos y no
sabremos acerca de los nuevos acontecimientos. Algún día,
remarqué, es la frase más gastada de la humanidad.
Me despedí de los niños antes de tomar mi vuelo a Madrid, vía
Ámsterdam. Tomé precauciones en la garganta, pero no pude
asegurarme la voz, que salía quebrada. Les dije que volvería,
pero seguramente sería un adiós definitivo. Dije: suerte
muchachos, nos volveremos a ver. Al salir, me sorprendió
encontrarme a Azmina, que seguía llorando sin lágrimas y buscaba
la imagen de Urmi.