La carroza fue otra vez calabaza, los corceles que la tiraban,
ratoncitos, las fastuosas vestimentas se trocaron en harapos
dignos de una fregona de cocina, y nadie se salvó: tampoco el
príncipe, toda la noche tuvo en sus brazos a la Cenicienta y al
dar las doce la perdió.
Algo, sin embargo, nos quedó de la utopía vivida. Con un
zapatito, vamos de puerta en puerta, un día en Seattle, otro en
Génova, un tercero en Porto Alegre.
Por un momento, entre aplausos y vivas, amores breves y largos
alcoholes, creemos saber dónde se encuentra el pequeño pie de la
dueña del zapatito.
Pero la ilusión poco dura.
De regreso a casa, en lugar de la Cenicienta, damos con sus
hermanas, que se ríen de nosotros mostrándonos sus patotas
capitalistas.