En los últimos tiempos, lejos de decrecer la adicción al
alcohol, se ha disparado. Sobre todo, además, entre los más
jóvenes, casi niños. Violencias, accidentes, muertes prematuras
y lesiones causadas por el masivo consumo, son fiel reflejo de
la alarmante situación. Pienso que las diversas administraciones
deberían pasar a la acción, con personal suficientemente
capacitado, para proteger a los adolescentes de sus baños
alcohólicos. Desde luego, creo que urge informar, educar y
concienciar, sobre el impacto de riesgo que supone ser un gran
consumidor, incrementándose el peligro, aún más si cabe, en las
edades más tempranas. Me parece que deberíamos pasar de la ética
de los cinco principios éticos de la Carta Europea sobre
alcohol, a la ética de las responsabilidades. Tiene pocas luces
quedarnos solamente en las grafías de las buenas intenciones, en
un mero documento de propósitos que nadie hace cumplir.
Si todas las personas tienen derecho a que su familia, comunidad
y vida laboral estén protegidas de accidentes, violencia u otras
consecuencias negativas asociadas al consumo de alcohol,
pongámonos manos a la obra y que el peso de la ley recaiga sobre
los infractores. Intensifiquemos todas las medidas protectoras
habidas y por haber, como puede ser la esponsorización del
alcohol en determinados medios de comunicación durante programas
en los que se tiene constancia que los ven jóvenes; asegurémonos
también que los fabricantes no dirigen sus productos a la
juventud; controlemos más eficazmente que los menores no tienen
acceso al alcohol; proporcionemos el apoyo necesario y la
vigilancia debida.
Si todas las personas tienen derecho a recibir una educación e
información válida e imparcial desde la infancia acerca de las
consecuencias del consumo de alcohol sobre la salud, la familia
y la sociedad, hagámoslo sin miramientos. Tan solo por la vía
educativa puede el ser humano, humanizarse. La mejor manera de
concienciar sobre los efectos del alcohol pasa por el testimonio
y la observancia de hechos reales. Los centros educativos,
organizaciones juveniles y asociaciones de barrios, son lugares
propicios para desarrollar programas de educación sanitaria. El
entrenamiento en habilidades de una vida sana, dirigido a
resistir la presión social y la gestión del riesgo que a diario
se nos mete por los ojos, es una sensata forma de instruir.
Además, la juventud debería tomar las riendas de las
responsabilidades y obligaciones, amén de los derechos, como
esperanza de futuro que son de la sociedad.
Si todos los niños y adolescentes tienen derecho a crecer en un
medio ambiente protegido de las consecuencias negativas
asociadas al consumo de alcohol y, en la medida de lo posible,
de la promoción de bebidas alcohólicas, asentemos el espíritu de
la letra en el orbe humano. Está comprobado que toda existencia
individual está determinada por innumerables influencias del
ambiente vivido. Para empezar, considero, que hay que desterrar
la cultura del beber por el beber del mapa del ocio, fomentar y
favorecer otras alternativas. Avivar el papel de la familia en
promover la salud y el bienestar de los jóvenes, es la mejor
educación. Para ello, hay que predicar con el ejemplo,
asegurando que los mismos centros educativos sean ambientes
libres de alcohol.
Si todas las personas que consuman alcohol de forma peligrosa o
dañina y los miembros de sus familias tienen derecho a
tratamiento y asistencia, libremos recursos sociales para atajar
la enfermedad que reconoce la Organización Mundial de la Salud
como tal. Basta ya de que el Alcohol no se considere una de las
drogas más duras, se publicite por doquier ventana, saltándose
en ocasiones la legalidad. Las personas que no quieren beber
alcohol o que no pueden hacerlo por motivos de salud o de otro
tipo, tienen derecho a ser protegidos frente a las presiones
para consumirlo, así como a recibir apoyo en su decisión de no
beber. Una de las prioritarias medidas pasa, sin duda, porque el
alcohol deje de estar bien visto socialmente, transciendo con
claridad las consecuencias negativas de la bebida para las
personas, la familia y, por ende, la misma sociedad.
La alarmante adicción al alcohol que soportamos cada uno como
puede, porque todos podemos llegar a ser víctimas de la bebida o
del reo que bebe, es un problema social, que requiere una
solución de colaboración por parte de todos. Así, en el medio en
el que se consume alcohol, debe asegurarse ética a los
responsables que lo sirven, negándoselo a menores y personas
adictas. Por ejemplo, haber reforzado los reglamentos y multas
por conducir bajo los efectos del alcohol está siendo una buena
medida, que ya está dando sus evidentes frutos.
En un mundo cada día más globalizado, los compartimientos y
actitudes se diversifican. Es cierto que los jóvenes hoy en día
tienen mayores oportunidades y disponen de más recursos, pero
también son más vulnerables y receptores de una publicidad
rabiosamente consumista, incluso de bebidas alcohólicas
potencialmente peligrosas. Sinceramente creo que sería
conveniente un mayor control al respecto, donde las redes de
seguridad de la salud pública deben jugar un papel fundamental,
lejos de cualquier interés comercial. Controlar el consumo de
alcohol es todavía una asignatura pendiente en las políticas
españolas. En cualquier caso, cuánto menos alcohol, mejor. Es
verdad que muchas personas consumen alcohol de una manera
moderada y no llegarán nunca a tener problemas de adicción. Sin
embargo, en otras situaciones el perseverado consumo conducirá a
la persona, y en mayor medida si es joven, a sufrir problemas de
alcoholismo. Lo que no debemos hacer jamás, es mirar hacia otro
lado.