El iba para vagabundo. Había dormido bajo el techo de las
estrellas, se había emborrachado de manera notoria y fue el
blanco de los comentarios en la calle Preciados, cuando sus
piernas serpenteaban torpemente y grandes hilos de saliva se
desprendían de su boca, había ofrecido tabaco a las putas y les
había comentado las noticias de la prensa. Las putas de París
van a tener seguros sociales. Las mujeres le miraban
indiferentes, mascando chicle y resoplando, como hastiadas de
vivir. Había jugado a las cartas bajo el túnel de Recoletos con
unos indigentes que olían a vino barato y parecían piratas del
diablo maldiciendo y blasfemando sin pausa, había estado vagando
por la Estación de Atocha mirando en las pantallas las
direcciones de los trenes y hablando solo y se había quedado
dormido un par de veces en un banco de Plaza de San Ildefonso.
Una de esas noches soñó que estaba muerto, soñó con una
oscuridad diabólica, con una inmensidad negra sin cabida para el
más mínimo brote de luz y al final del sueño gritó ante unas
palabras del exterior, que eran comentarios de los enterradores.
Ya está, trabajo concluido, me duelen las muertes tempranas
amigo, no me acostumbro. Se levantó entre sudores fríos y ya no
pudo dormir más, por miedo a volverse a morir. Entonces pensó
era bonito estar vivo, pese a que definió su vida como un montón
de escombros de una casa en ruinas. Prefiero el caos al orden de
los cementerios masculló mientras se incorporaba para fumar un
cigarrillo tratando de calmarse. Prefiero jugar al póquer con
esa banda de idiotas sucios y desdentados.
Luego estaba Elena, que iba para princesa, y se había convertido
en la reina de la taberna. Todo el día entre los olores
mugrientos de los bares canallas, con sus putas, sus camellos,
sus borrachos, y toda clase de crápulas. Elena había soñado con
un palacio en Taormina, y a veces con unos niños que eran sus
hijos, muy guapos, y muy pulcros, y muy educados, que hablaban
con una madurez impropia para sus edades tempranas, y también
con un apuesto joven con mucha seguridad en la mirada, rubio y
con muchos rizos, y los ojos de un azul cautivador y con
destellos tiernos y protectores. A veces, cuando se acostaba con
algún cretino o con algún gandul de la noche, cerraba los ojos y
veía algo similar a los paisajes irlandeses, en cuyo horizonte
se recreaban sus ojos y los de esa especie de héroe medieval,
que era su amado. Elena también había dormido en la calle,
algunas noches entre las brumas gélidas del invierno, cuando se
había quedado sin dinero para una triste habitación en una
pensión de mala muerte. Había dedicado demasiado a tiempo a
perder la dignidad con gentes que arrastraban los pies y tenían
agotados el crédito y la reputación, y debían tener el hígado
destrozado y dos o tres neuronas bailando en sus cerebros
enfermos. Había bebido como un pirata, y se había ganado a pulso
lo de Elena Cacique, pues era frecuente verla agotar las últimas
reservas de ron de la Taberna de Tulio, mientras maldecía su
vida, su estampa y mostraba un carácter del diablo. Tenía
veintiocho años y se quería morir. Había llegado a su situación
por méritos propios, en una carrera vertiginosa que emprendieron
varios amigos de Malasaña, que se fue dispersando a lo largo de
los años, y ahí andaba cada uno, sin haber llegado a la meta,
casi sin reconocer a los participantes iniciales, envueltos en
los miedos, en las nieblas interiores de los excesos etílicos
continuados. Cada borracho con su soledad y su botella. Había
trabajado esporádicamente de puta, cuando apremiaban las
urgencias económicas, y no había que llevarse a la boca, ni cama
donde reposar los desánimos de la calle, ni tampoco había para
saciar la ansiedad del borracho. Para haber llevado aquella vida
de tumbos, oscuridad y tristeza, no estaba demasiado castigada.
Siempre tenía los ojos húmedos, pero no de nostalgia, sino más
bien de desacuerdo con el mundo, una mirada como enfadada que no
arrancaba a llorar, pero se mantenía firme en aquella humedad de
hastío y abatimiento. Tenía la piel bastante suave, con pocas
arrugas y apenas con marcas derivadas de la mala vida, y la
nariz bonita, bien perfilada, pero un poco torcida, quién sabe
si a consecuencia de una noche de canallas, cristales rotos y
excesos. La boca era pequeña, apetecible, levemente carnosa, y a
primera vista mantenía la dentadura intacta. El pelo era rubio y
liso y falto de vida, pero tenía buenas posibilidades con algo
de champú y peluquería. Y ella estaba allí, delante de Tulio,
mirando sin entender nada, las imágenes de un absurdo concurso
televisivo, bebiendo y fumando, y apenas comiendo más que unas
rancias avellanas.
El que iba para vagabundo se llamaba Norberto y tenía treinta
años. Tenía casa propia, un pequeño estudio en la calle
Hortaleza, pese a ser un asiduo de la vida en la calle y de toda
clase de lugares de mala reputación. Soñó alguna vez más con su
propia muerte, pero llegada la tercera vez de tal pesadilla, el
sueño del féretro y los enterradores no se volvió a repetir. Por
una vez el subconsciente se ponía de su parte. Entonces vinieron
sucesos aleatorios relacionados con aquello de la casa en
ruinas, y se levantaba empapado en sudor, entre los escombros de
una vieja edificación de principios de 1900, y entre los viejos
enseres de la casa había ratas, y jeringuillas, y arañas, y
mucha humedad, y las ratas, que eran grandes como conejos,
apenas se percataban de su presencia y pese a que no le
atacaban, andaban libremente alrededor de su cuerpo derrumbado y
pesado. Y se sentía más solo que un prisionero aislado y sus
ojos eran tan tristes como los de Elena Cacique. Pensó que tanto
caminar sin rumbo, y tanta vida de solitario callejero, y tanta
borrachera sin sentido le estaba pasando factura, y ahí
radicaban los extraños sueños. Todo empezó a cambiar cuando una
noche llegó arrastrándose al estudio, con la resaca a cuestas
del día anterior y con una nueva borrachera asentada con firmeza
en los ardores de su estómago, y en la torpeza de sus pies
plomizos, y en su cabeza sin sentido, ni orientación, y con
mucho dolor. No se sabe como -debe haber instintos que no se
evaden ni con la ingestión de litros de licores de cuarenta
grados- pero llegó a la cama del estudio de Hortaleza, y cayó
como plomo, derrengado y borracho, oliendo a taberna, dormido,
sin conocimiento, al lado de su propio vómito. Regresaron
escenas de dantesca familiaridad, con los escombros, las ratas y
las arañas. Estaba atrapado entre una piedras y los hierros de
Dios sabe qué, sin poder salir del paisaje caótico, de la casa
desplomada que antes tuvo vida, y tal vez criados, y niñas con
tirabuzones, y mucho ajetreo de personal de un lado para otro, y
una ama de llaves, y un señor con mucho mando, y su señora, con
hábil mano derecha, y aquello que tal vez fue un palacio ya no
tenía ni fantasmas. Estaba inmóvil, solo y con un miedo de mil
demonios, viendo acercarse a las ratas, que parecían ocultas
bajo las piedras y de repente mostraban sus hocicos, y le
miraban y le ignoraban a la vez. Y comenzó a llorar como una
criatura, contemplando una rata que andaba sin aparente peligro
por una de sus piernas atrapadas, justo antes del grito que
retumbó en el estudio con la violencia del pánico. Entonces
despertó a las siete y media de la mañana, cuando un débil halo
de luz se colaba por la ventana y se hacían notar los pasos de
los últimos noctámbulos que coincidían con señores de avanzada
edad en busca de los periódicos. Se duchó con agua fría y se
sintió mejor. A continuación detestó los pacharanes y el coñac,
y las tabernas, y maldijo uno por uno a los indigentes de
Recoletos. Fue a buscar la foto de sus padres, que habían muerto
uno tras otro en la última primavera, y sintió de lleno el sabor
amargo de la desdicha y los escalofríos de la derrota, y volvió
a evocar la imagen más feliz de la infancia: su padre junto a él
en una zodiac a unos cien metros de la costa, en la ensenada de
Bolonia, enseñándole a pescar jureles y la estampa de la madre a
lo lejos, cercana en los prismáticos, saludando con una
felicidad que parecía de otro mundo. Lloró en silencio. No se
sentía a salvo en la calle, pero le asfixiaba el estudio. Se
decidió a respirar el aire fresco de la mañana, a esas horas en
las que los borrachos dormían y la ciudad era un remanso de paz,
y la tranquilidad incitaba la reflexión.
Norberto había tenido muchas mujeres y las había perdido a
todas. A menudo decía que una mujer se olvidaba con otra mujer,
pero cuando perdía a la última siempre pensaba que no había otra
igual. La última pérdida tuvo lugar al mes siguiente del
fallecimiento de sus padres. Se llamaba Carlota, y aquello dio
para siete meses distribuidos en ardores sexuales, juegos
infantiles, buenos vinos y efímera e intensa felicidad, que
fueron dando paso a una relativa felicidad, que desembocó en el
aburrimiento, pocos días antes de que llegara el agotamiento que
concluyó en el final de una más de las miles de historias de
cada día, cuando hacen aparición el desengaño y el desamor.
Luego había conocido a Elena Cacique, y habían cambiado
impresiones en la Taberna de Tulio, impresiones sin importancia
acerca de las condiciones meteorológicas y la gestión municipal
del alcalde, la ciudad de los tesoros como había dicho algún
cómico italiano. Todos son obras y excavaciones en Madrid,
resaltaba al fondo una vieja lotera. Norberto pensó que a Elena
le habrían hablado pocas veces de literatura, y tras sopesar
breves segundos, optó por comentarle algunos apuntes acerca de
Honoré de Balzac. Al fin y al cabo, creo imaginar, que lo
acogerá como algo novedoso y diferente a todo su entorno de
canallesca, y me la voy a jugar, pensaba, mientras contemplaba
su piel tersa que metaforizó interiormente como un poema de
incomprensión y dolor que llevaría por título algo similar a
Piel Suave en Mitad de la Mugre. Le contaba que a finales del
siglo XIX, el barón Haussmann transformó París, tratando de
modernizar la ciudad con la creación de avenidas y bulevares.
Para ello había demolido gran parte del pasado medieval. De
igual modo en su plan de remodelación también se iban a
construir pequeños pueblos y villas alrededor de la ciudad, y
uno de ellos fue el bohemio barrio de Passy, lugar donde se
marchó Balzac para librarse de sus acreedores y vivió durante
siete años bajo el seudónimo de señor de Breugnol. Luego, al
cabo de los años, la residencia se transformó en un museo donde
están expuestas numerosas obras del artista, y hay reflejos de
su personalidad y de sus obras, tales como Papá Goriot y La
Comedia Humana, reflejos a través de los muebles, entre ellos,
la mesa en la que escribió Esplendor y Miseria de las
Cortesanas, los manuscritos y algunos grabados, esculturas y
retratos firmados por d´Angers o Rodin. Una habitación está
dedicada a la señora Hanska, con la que Balzac se casó tras
dieciocho años de correspondencia. Entonces miró a Elena
detenidamente, con disculpa y educación. Y tomó un sorbo de su
café. Luego está el jardín que rodea la casa, le dijo. Un
paraíso de violetas. Ella le miró con una confianza inusual en
sus ojos y le habló muy cerca. Un jardín de princesas, justo
antes de que tomara el primer trago de la mañana.
Estaba buscándola, con una resaca que reaparecía una hora
después de la ducha fría. La vio en un banco de la Plaza de San
Ildefonso. Ella le llamó Balzac. El le pidió que se fueran
juntos a la ensenada de Bolonia. Ella nunca reía, pero lo hizo
con la espontaneidad de los fracasados. Balzac, Bolonia, bonitas
palabras. Norberto le dio una patada a la botella y ella volvió
a sonreír por el chasquido de los cristales. Caminaron juntos,
de la mano, hacia la Estación de Atocha.