Cuando era pequeña me encantaba ir a mi pueblo. Muchas veces
cuando iba no había nadie, pero a mí me daba igual, yo
jugaba sola en el corral de la casa de mi abuela a imaginar.
El primer recuerdo que tengo de mi infancia tiene que ver
con este pequeño paraíso perteneciente al reino de Toledo y
con mi abuelo, que murió cuando yo apenas cumplía los cuatro
años de edad. Mis hermanas alucinan cuando yo aseguro que me
acuerdo perfectamente de su cara, era muy bueno conmigo
aunque le divertía hacerme rabiar...
A mi abuelo, que se llamaba Alfonso, nombre que seguramente
hubiera heredado de haber sido varón, le encantaba sentarse
en el corral en su silla de paja. Entonces, a mí me cortaba
el rollo, porque así no me podía concentrar para soñar y
entonces prefería irme al salón, pero a mi abuelito no le
hacía ninguna gracia que yo me fuera y en cuanto salía por
la puerta empezaba a gritar como un loco ¡Ay, qué me caigo,
que me caigo! Yo me quedaba quieta, de espaldas a él,
dudando si era verdad o una de sus artimañas para que yo no
le abandonara. Siempre era mentira, nunca se caía, él
siempre se sentaba firme en su hamaca, pero yo, por si
acaso, a veces quejándome, a veces sabiendo que era el mismo
juego de siempre, siempre volvía y le veía sentado riéndose
y mirándome con cara de ternura.
Mi abuela le decía entonces que me dejara en paz, que yo me
preocupaba de verdad, pero siempre me hacía lo mismo. Ese es
mi primer recuerdo, antes de eso no hay nada. Cuando echo la
vista atrás siempre me viene la imagen de mi abuelo
gritando. Me decía siempre que yo tenía un ángel en la
mirada, que tenía la mirada limpia, que ojalá nunca me
cambiara.
Me acuerdo mucho de mi abuelo y eso que apenas le conocí,
quizás sea porque hablamos muy poco y recuerdo cada una de
las cosas que me dijo. Lo de la mirada lo llevo siempre en
mi recuerdo. Si aún estuviera aquí conmigo le diría que no
me cambió, que a lo mejor mis ojos se han vuelto más
picarones con el paso del tiempo y la pérdida de la
inocencia, pero son muy sinceros, a veces demasiado.
Ya no me queda ningún abuelo ni abuela y a veces echo en
falta esa relación diferente a la que tiene uno con sus
padres o el resto de la familia. Ya no están y desde
entonces apenas he pisado mi pueblo. Me acuerdo mucho cada
verano, ya no puedo jugar a imaginar, ahora imagino que
sueño en el corral como cuando era pequeña, cuando quería
ser grande y vivir.
Cuento todo esto porque cuando me he levantado hoy he mirado
la hora en el reloj de la cocina. Es un viejo reloj de
cerámica, pero me acuerdo perfectamente del día que lo
compramos. Estábamos todos en Talavera de la Reina, que está
muy cerca de mi pueblo y a mi madre se le había metido en la
cabeza comprar un reloj para la cocina. Nos recorrimos todo
el pueblo, hasta que encontró el que le gustaba.
Y yo desde entonces le tengo cariño, sigue funcionando bien
y presidiendo la cocina de mi casa. Y cada vez que lo miro
me recuerda a mis abuelos, a los que echo tanto de menos,
los que a veces me dijeron verdades como templos de grandes,
los que sabían más por viejos que por diablos, los que me
prestaron cada verano su casa para que yo pudiera jugar a
imaginar...