El capitán Ochoa podía ser uno de los dos o tres mejores
clientes de Vinos de Campoamor de todo el país, pero yo nunca le
vi borracho, aunque sí a menudo apesadumbrado frente a los
barcos del muelle, como queriendo zarpar en uno de ellos. Tenía
la cabeza muy grande, y una frente de dimensiones anormales, y
por eso algunos muchachos le llamaban Frankie, y las manos eran
como de labriego del norte, y tenía una cicatriz que nacía en el
cuello y le llegaba hasta el pómulo derecho, que era como de
cornada de Miura, pero el nos decía que se lo había hecho un
pirata con su garfio, al lado del faro de Trafalgar. A
continuación se ponía muy melancólico, y se daba con su abrigo
raído y sus zapatos ingleses, un aire entre bohemio y lunático
inspirador de miedos y afectos. Se bañaba casi todos los días,
normalmente en la playa de La Costilla, con sus calzoncillos
largos de algodón y su medallón de la Virgen del Carmen, y luego
hacía unas flexiones de octogenario en apuros que daban algo de
pena por aquello del deterioro físico y la soledad del viejo
capitán Ochoa.
Mi madre decía que no nos acercáramos mucho al capitán Ochoa,
que había estado ingresado muchos años en el psiquiátrico y
estaba tan alejado de la cordura como los gatos del mar, y
además nos podía transmitir las enfermedades de unos virus que
se trajo de unos africanos que andaban por la sierra y todavía
no los había soltado, y hablaba de manera soez y a veces parecía
hijo del diablo, y le gustaba ir por los acantilados y eso era
peligroso para los niños. A veces íbamos con él a recoger los
cristales rotos de las dunas, y si estaba de buen humor nos daba
a probar de su petaca un vino que sabía a rayos y te abrasaba la
garganta y tenía la aspereza de los malos alcoholes y una
desagradable acidez que le daba un sabor del demonio. Otras
veces se le veía en los corralitos, comiendo erizos de mar o
cogiendo camarones, andando con poca seguridad entre las rocas
marinas, a menudo expuesto al frío de los vientos del norte, y
nosotros pensábamos que cualquier día se quedaba ahí, muerto, y
se lo iba a tragar la marea, y el capitán Ochoa no tendría ni un
triste funeral. También iba explorando entre las basuras,
buscando viejas redes de pescadores, tridentes oxidados,
maletas, periódicos atrasados, o camisas llenas de lamparones
que lavaba en el mar.
Yo no sabía a que venía lo de capitán, pues no llevaba ni
pistola, ni sable, ni galones, ni se le veía con brújula, ni se
le acercaban demasiado los hombres a rendirle pleitesía, ni se
le cuadraba nadie, ni tenía la voz demasiado grave. Mi tío
Lorenzo me contó que el rango de capitán le vino porque durante
la guerra civil anduvo muy atareado con una banda de una especie
de piratas de sierra , o de bandoleros, que iban por Cazalla
confiscando alimentos, aperos del campo, y algunos inventos
raros de los autóctonos de la zona, y tenía buenas dotes de
líder, y los otros le llamaban capitán. Los otros eran dos, Paco
el Moro, que hacía funciones de algo similar a alférez de
intendencias, y Nicolás el Cachivache, que siempre iba rezagado
y no tenía muchas aspiraciones, y era un fiel y leal soldado de
Ochoa. Con los saqueos el capitán adquirió mala fama a la par
que buena fortuna y se echó a la buena vida, y a los buenos
vinos, y a los burdeles, y marchó a Barcelona, y ahí se fue
fraguando su ruina y su locura. Luego hay hechos navegando en
las aguas de la duda, acerca de si realmente cuando Ochoa volvió
al pueblo, estaba pirado de verdad o se hacía el loco y el
amnésico. El caso es que iba por la calle hablando solo, y
acudía a la iglesia casi todos los días, sentándose en los
últimos bancos y siendo objeto de recelos por parte de las
beatas, sobre todo por la Angustias y la Pura, que le tenían por
enviado del diablo.
Algunos decían que estaba allí para purgar pecados, que había
hecho muchas fechorías y maldades por la sierra y eso había que
remediarlo con la oración, pero otros pensaban en su amnesia, y
en que no había nada de lo que arrepentirse, cuando su mente
estaba vacía de recuerdos. Entonces todo empezó a girar en torno
a la leyenda, y al capitán Ochoa se le dejó desvariar sin
interferencias por el pueblo, salvo las de Marcial, uno de los
taberneros del muelle, que andaba siempre a la gresca con casi
todo el mundo, y Ochoa se cuidaba de pasar por delante de la
taberna porque el tal Marcial le insultaba y le decía cosas como
majadero del infierno o carajote loco, y le trataba a palos,
como a gente indigna o títere chiflado.
Nosotros mirábamos al capitán con el respeto y el miedo del que
derivan algunos enigmas, y Ochoa se había refugiado entre los
muros de casi todos los pecados, y había sido leyenda del mal,
el robo y la gandulería por Cazalla, y temblábamos y nos
castañeaban los dientes cuando le imaginábamos a la luz de la
luna o en mitad del bochorno de la siesta, rajando vientres,
violando agresivo el sueño de los serranos, o quién sabe sin
quemando sus humildes cobijos de paja, pero luego con su extraña
enajenación, se le fue poniendo cara de santo, o de buena
persona, y empezamos a frecuentarle y a distraer su soledad, que
era evidente, y triste. El capitán no tenía familia, y de Paco
el Moro y Nicolás el Cachivache, se decía que se habían quedado
a trabajar en una granja del sur de Francia, cuando la época del
dinero y las putas fue llegando a su agonía, y no tenían ni un
mísero céntimo para llegar con cierta dignidad a sus pueblos. Y
Ochoa decidió regresar, y tomó asentamiento en un pinar que
había tras las dunas de la playa de La Costilla, y trató de
conciliar el sueño en una vieja casa en ruinas que había
pertenecido a un campamento militar que hubo por allí unos años
atrás. Una vez nos preparó unos camarones al vino que cocinó en
una cazuela oxidada sin mangos y le tuvimos que decir que éramos
alérgicos, y no se lo tomó demasiado bien, y nos miró como niños
de otra estirpe que tan lejos estaba de la suya.
Luego, un día le vimos bañándose desde el paseo marítimo, y al
salir del agua, se tumbó en la arena como con necesidad y en
medio de la tiritera se quedó dormido, y no despertó jamás. Y la
leyenda se fue difuminando, salvo para unos pocos, que a menudo
le vemos trotando con un caballo por la serranía, o fumando
puros en algún cabaret de Barcelona, con mucho aplomo y mucha
chulería.