La incertidumbre, aunque ya en su tiempo fue bautizada
semánticamente por Mario Vargas Llosa como una margarita cuyos
pétalos no se terminan jamás de deshojar, ahora parece convivir
con nosotros de manera descarada, sin importarle principio
rector alguno.
La inseguridad del mercado laboral es uno de los espeluznantes
escenarios del momento actual. El desempleo aún es elevado, a
pesar del crecimiento económico con el que nos riegan los oídos
y de que se generen variedad de profesiones cada año, obviando
que no toda persona empleada tiene una ocupación recatada como
han de promover los poderes públicos mediante políticas
orientadas al digno pleno empleo. La inseguridad tampoco es
igual para todos, puesto que hasta la misma distribución de la
renta es arbitraria en vez de equitativa, lo que genera
inestabilidad económica. A unos más que otros, claro está. A
poco que observemos la calle, podemos ver como el crecimiento
económico que hemos tenido en España, tampoco se ha traducido
automáticamente en más trabajo decente, sobre todo entre el
sector de los más pobres. Esto demuestra, una vez más, que las
políticas de crecimiento del mercado laboral no han sido
integradoras y que distan muy mucho de la buena ética de
garantías formativas, de readaptación profesional, de velar por
la seguridad y el descanso necesario.
Sentirse seguro es otra de las incertidumbres que sufrimos,
aunque se nos diga lo contrario, que tenemos un sistema público
de seguridad mejor y más dotado que en otras épocas. Esto no
significa que la capacidad de respuesta sea eficaz. Para botón
de muestra, ahí están los terroristas, las mafias organizadas,
intentando modificar nuestro comportamiento, provocando miedo,
vacilaciones y división en la sociedad. También se nos dice que
somos un país donde es más seguro circular por sus carreteras,
habría que ver las secundarias, y donde mejor preparados estamos
para hacer frente a las catástrofes y desastres naturales
gracias a un importante refuerzo de sistemas protectores. Luego
resulta que la descoordinación es tal, que unos por otros las
valedoras garantías se olvidan y no llegan nunca, las tasas de
criminalidad nos desbordan, la delincuencia organizada del
narcotráfico, blanqueo de capitales, corrupción, falsificación
de moneda, tráfico de seres humanos, también se dispara. Sólo
hay que ver los comportamientos violentos que a diario se viven
en plena calle y a plena luz del día. A propósito, las cárceles
hace tiempo que han puesto el cartel de completo.
Para el partido en el gobierno, gobierne quien gobierne, somos
una potencia económica de primera fila, con superávit en todas
las cuentas públicas y reducción de deudas. En principio,
además, puede incluso parecer lógica esta apuesta. A servidor,
también le gustaría que fuésemos un paraíso de seguridades, de
garantías, de certezas decisiones. Luego sucede que no es para
tanto, aunque la raigambre europeísta sean nuestras propias
raíces. Resulta que las políticas internacionales son indecisas
y que la fecunda política interior es imprecisa y poco
resolutoria con la marginalidad. El ciudadano que no tiene o que
ha perdido la posibilidad de producir y por tanto de consumir,
se le repudia. Es cierto, unas políticas con más fuerza que
otras. Pero la triste realidad no se puede esconder y salta a la
vida. Somos una sociedad, si quiere una potencia,
despilfarradora a más no poder, sin otro valor que el poder para
tener más y consumir mucho, que suele mirar hacia otro lado
cuando ve a un indigente, en lugar de mirarlo de frente. Los
políticos, que son reflejo de la sociedad, cuando planifican
nuestro futuro acostumbran a dejar de lado a los excluidos. El
auténtico deseo de afrontar las desigualdades no suele figurar
en sus agendas ni en periodo electoral.
Se nos ha dicho por activa y pasiva, desde todos los altavoces
posibles, que los ciudadanos en España recibirían atención,
cuidado y ayuda si no pueden valerse por sí mismos para las
funciones básicas de la vida. Que los ancianos, las personas
dependientes y sus familias, iban a sentirse acompañados ante
este tipo de situación. En este caso, hoy por hoy, la
incredulidad ha sido más beneficiosa que la frustración después
de la esperanza. En el mismo lote, se ha publicado igualmente la
ley de igualdad, donde se amplían derechos para mujeres y
también para hombres. Lo que pudiera parecer justo y necesario,
genera también incertidumbre. Desde luego, me parece una
estupidez llevar al extremo la obligatoriedad de una paridad. En
otro lote se nos vendió la ley contra la violencia de género,
como ley pionera, que protege a las víctimas y pena con la
cárcel a los maltratadores, a la vez que crea nuevas
prestaciones y nuevos derechos laborales y económicos para
ayudar a las víctimas. En este sentido, también se ha visto que
la ley es insuficiente en las medidas protectoras. De hecho, por
esta ley no está más segura la víctima ni sus familias. A todo
ello, habría que sumar otras normas, por recientes, vendidas por
el partido en el gobierno, como nuevos derechos de ciudadanía,
donde se confunde y se mezclan modos y modelos de vida. Sin
ahondar en la necesidad normativa, que seguramente sí podría ser
necesario pero con otro fundamento y visión, no se puede entrar
en contradicción y legitimar por ley, el desorden moral.
En todo caso, no me parece estético que quienes concurren a la
formación y manifestación de la voluntad popular, forjen más
incertidumbre que confianza, más escepticismo que tranquilidad.
A mi juicio, gobierne quien gobierne, no puede legislar por
oportunismo social y mucho menos legislar a toda prisa y sin
rigor, sin debate social y sin suficiente diálogo para un mínimo
consenso. Los resultados ahí están. El baúl repleto de normas
discriminatorias, un montón de leyes que no resuelven nada
porque carecen de financiación suficiente, otras sin fundamento
y con el dilema del recelo. Si los gobiernos librarán más medios
y mejores recursos para educación, quizás el ciudadano una vez
cultivado, vería con claridad que donarse, aparte de ser una ley
de deber, es también una norma que nos ampara por dentro, un
código para sentirse bien. La idea Platónica de que “buscando el
bien de nuestros semejantes, encontramos el nuestro”, no admite
duda en su cumplimiento. Saludable terapia contra la
incertidumbre.