Que día y noche nos acompaña, ni que fuera nuestra sombra, sin
dejarnos pensar, sin dejarnos vivir. ¿Las flores? Se
marchitarán. ¿Los libros? Se harán polvo. ¿Los hombres? Serán
cenizas. Tanto se quejaron los mortales de su suerte, que los
dioses se conmovieron y nombraron una comisión que dictaminara
sobre los modos de acabar con esta obsesión. La comisión se
reunió, trató el asunto y llegó a un acuerdo. Para acabar con la
obsesión de la muerte, lo mejor será acabar con la muerte. No
más la muerte pegada a los talones, no más obsesión.
Pero ¿qué creen? Fue un error, un descomunal error. La muerte
ahí estaba, como siempre. Por ocurrir o por no ocurrir. ¡Vete!
Gritaban los hombres en cuanto la veían venir. ¿Cuándo estarás
de regreso? Suplicaban los hombres en cuanto la eternidad se
hacía insoportable. ¡Vete, regresa, vete, regresa! Nadie sabía
qué era peor, si desaparecer del todo o no desaparecer nunca,
víctimas de un aburrimiento sin fin. Caprichosos y berrinchudos,
el espectáculo de los seres más inteligentes del planeta era
lamentable. Los hombres no sabían lo que querían. Lloraban como
niños, corrían de un lado al otro, los ya transformados en
inmortales se morían por morir, los todavía mortales se morían
por no morir.
Hasta la morada de los dioses llegó el escándalo. Vamos por una
salida intermedia, dictaminó entonces la comisión creada para
quitar la obsesión de la muerte. Que el límite de la vida quede
a cada hombre fijarlo. Yo quiero vivir 100 años, sea. Yo 2.000,
sea. Yo 300.000, sea. Y que tales determinaciones puedan hacerse
en cualquier momento. Quiero morir dentro de 5 minutos, sea.
Dentro de un millón de años, sea. Los hombres quedaron
satisfechos con esta solución. Pero no tardaron en advertir que
resultaba lo mismo. No habían adelantado un paso. Pues ¿qué
ocurría? Los hombres fijaban una fecha para morir o establecían
la duración de sus vidas y, al llegarles la hora… ¡se
arrepentían! Era el caos y la comisión, agotada su paciencia,
decretó: sólo los dioses son inmortales. Y los hombres volvieron
a lo suyo: la casa está a mi nombre, toda esa gente trabaja para
mí, el dinero lo puede todo. Y como siempre, la sombra de la
muerte pegada a los talones, sólo que ahora riéndose a
carcajadas.
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