Entremos, a modo de tanteo, en lo que no es poesía pura, según
los exponentes representativos citados antes.
1.- Descontaminación de la anécdota. (Juan Ramón Jiménez y el
27)
2.- Independencia con respecto a problemas sociales y
filosóficos. (Novísimos)
3.- No es imagen en el sentido en que pretendía el ruso
Alexander Potebna, que no distinguía entre la prosa y el verso.
Ni incluso cuando la imagen se expresara con rigurosa metáfora.
4.- No es lírica autobiográfica con carácter sentimental,
religioso, patriótico o social, como ya afirmaron las
vanguardias.
5.- No es lenguaje ya conocido y desgastado por el uso, de
manera que no ofrece emoción ni para el lector ni para el autor.
(Formalismo)
6.- No es, como decía Mallarmé, dejar que las palabras tengan la
iniciativa cuando desaparezca el poeta de su expresión. (Frase
delirante, a no ser que sugiera la desaparición del poeta
subjetivo y divagador para que las palabras configuren un texto
de valor universal. Aun así, me sigue pareciendo ininteligible).
Nos queda un eventual refugio para pernoctar en este período de
vacilaciones y recalar en la concepción formalista del lenguaje,
como el canon de la máxima exigencia que se ha hecho a sí mismo
el escritor. He dicho pernoctar porque, quién sabe, algún día
saldremos al alba de un nuevo estilo en el que ideas y expresión
hagan un maridaje feliz que satisfagan los anhelos de todos los
que quieren crear y no resignarse a ser herederos del pasado
lingüístico.