“Ninguna fuerza doma, ningún tiempo consume,
ningún mérito iguala, el nombre de la libertad.” Nicolás Maquiavelo
El defecto que la crítica siempre ha reprochado a Maquiavelo es
la indiferencia moral. Lo cierto es que para él carecía de
importancia que el carácter de un individuo fuera auténtico o
inauténtico, que hubiera concordancia o discordancia entre su
apariencia y su credo personal. Su interés se centra en la
instauración de un orden social, lo que constituye la meta
suprema de la acción histórica, y no juzga la moralidad
subjetiva, sino por su importancia política. Si se quiere
resumir el contenido de El Príncipe en la fórmula “el fin
justifica los medios”, habrá de precisarse que ese fin es la
instauración de la mejor forma posible de vida en común. A esta
meta suprema del obrar humano deberían subordinarse, según
Maquiavelo, la religión y la moral; al servicio de este objetivo
final se pueden poner, según él, la mentira y el engaño, la
hipocresía, la crueldad y el crimen.
Nicolás Maquiavelo, cuyo nombre en italiano era Niccolò di
Bernardo dei Machiavelli, nació en San Casciano in Val di Pesa,
pueblo muy próximo a Florencia, el 3 de mayo de 1469 y falleció
en Florencia el 21 de junio de 1527. Hijo de una familia de
abolengo venida a menos, estudió jurisprudencia. La complejidad
de su talento lo mismo le permite ser pensador que historiador,
autor cómico, satírico, novelista y poeta, después de haber sido
sagaz político y diplomático. Precisamente la primera parte de
su vida la pasó entregado, casi por completo, al desempeño de
importantes cargos, secretario del Consejo de los Diez en
Florencia y otros, también se le encargaron diversas embajadas
en Italia, Francia y Alemania. Con la restauración de los
Médicis en 1512, y tras varios incidentes graves, se vio
obligado a abandonar sus cargos y retirarse a su finca de San
Casciano, donde se consagró a las letras en medio de graves
dificultades económicas.
Una de sus primeras obras es un poema que titula Decennale primo
(1506-1509), especie de historia versificada de Italia de 1494 a
1504, época de grandes hechos históricos y de catástrofes que
conducen al país a la pérdida de su independencia. El poema está
lleno de odio a la denominación extranjera triunfante y de amor
a la querida tierra italiana. En general, su poesía es más rica
en pensamientos que en verdadera inspiración.
Su obra capital, o cuando menos la que mayor fama le ha dado, es
un libro muy poco voluminoso, pero lleno de sustancia, de
observación del mundo y aun de mala intención titulado El
Príncipe (1513), que es, en cierto modo, complemento de otro
titulado Discursos sobre la primera década de Tito Livio
(1513-1517). Según él mismo dice, en este último sus consejos
iban dirigidos a las repúblicas, y en el primero a los príncipes
o mejor dicho a los reyes. Y ¿qué le enseña a éstos las
experiencias de Maquiavelo ayudada por su lectura de los grandes
autores antiguos? Cómo un príncipe se hace amar y temer de sus
vasallos; cómo logra hacérseles simpático y cómo los domina; de
qué suerte ha de gobernarlos... según las costumbres de la
época; qué clase de hombres les conviene elevar, y cuáles son
los que debe hundir, y aun hacer desaparecer, por cuantos medios
estén a su alcance, y el más breve y seguro es acabar con ellos,
porque así se ahorrará el tener que ir siempre con el puñal en
el cinto y dispuesto a usarlo. Quien da primero da dos veces,
dice el adagio, y quien pegue ha de hacerlo desde el principio y
en tal forma que no sea necesario repetir. El que se hace dueño
de una ciudad –escribe- acostumbrada a gozar de su libertad, y
no la destruye, ha de tener seguro que será destruido por ella.
Quien adquiera Estados que han sido libres tiene tres medios a
su disposición para conservarlos: destruirlos; irse a vivir a
ellos; dejarles sus leyes, imponiéndoles un tributo y nombrando
cierto número de personas para que formen un gobierno que los
rija y conserve la paz en aquel país.
El modelo de príncipes para Maquiavelo se ve que era César
Borgia, y no retrocedía ante sus crueldades, sino que las
consideraba como muy legítimas, por razón de Estado, aunque no
fueran más que vulgares asesinatos. El príncipe que contribuye a
la elevación del poder de otro arruina el suyo –opinaba-, porque
este nuevo poder habrá sido producto de la astucia o de la
fuerza, y en ambos conceptos resulta sospechoso. Así va sentando
Maquiavelo principios de lo que él llama buen gobierno, y
escribiendo máximas como ésta: “los hombres nos ofenden por odio
o por miedo”. Menos mal que también afirma que no es ninguna
virtud el matar a sus conciudadanos y hacer traición a los
amigos, el no tener fe, piedad, religión: todo esto “puede
conducir a la soberanía, pero no a la gloria”. Y así como las
ofensas hay que hacerlas todas de una vez, rápidamente, según
él, los beneficios hay que irlos otorgando constantemente y
“poco a poco, para que se puedan ir saboreando”.
Ese modo de gobernar basado en la astucia y en la fuerza, en que
lo esencial es triunfar y, para lograrlo, el fin justifica los
medios, es lo que ha dado origen a la palabra maquiavelismo;
pero hemos de hacer notar que Maquiavelo no lo inventó, que no
hizo más que teorizar, basándose, unas veces, en antiguos hechos
que le suministraba la historia y, otras, en los mismos que la
agitada e inmoral época contemporánea le ofrecía, pues así
gobernaban franceses, italianos, españoles, todos los que
querían dominar. Maquiavelo, hombre naturalmente astuto, añadió
a la experiencia lo que su agudeza y escasos escrúpulos le
sugerían.
El Príncipe es célebre no sólo por el fondo, sino por su
exquisito lenguaje y por su estilo que le dan derecho a un lugar
distinguido en la historia literaria de este período; pero junto
a aquel breve y afortunado volumen están la Historia de
Florencia (1520-1525), el sustancioso Discursos sobre la primera
década de Tito Livio que contiene las más curiosas y útiles
reflexiones, dignas de que aun hoy día se mediten y discutan; El
arte de la guerra (1519-1520); no pocos opúsculos, discursos y
fragmentos históricos; los papeles de las diferente misiones que
desempeñó; su numerosa e interesante correspondencia, y en fin,
lo que le ha proporcionado cierta fama infame: su teatro cómico
en el que descuella su obscena obra La Mandrágora (h. 1520); con
su célebre tipo del fraile Timoteo , en el que se ha visto, no
sin cierto fundamento, un predecesor del Tartufo, de Moliére.
Quizá se ha exagerado el mérito de esta obra, una anécdota
escabrosa tomada de la realidad, en la que los espectadores
sabían perfectamente de quién se estaban riendo y esta alusión
aumentaba la gracia, la malicia.
Y como dijo, la voz del maquiavelismo: “El vulgo se deja seducir
siempre por la apariencia y el éxito”.