En aquella ciudad de provincias, predominaba la compostura y la
serenidad. Andy Robles, nacido en España, hijo de padre
colombiano y madre tejana había muerto a los cuarenta años.
Medía un metro ochenta de altura, tenía un cutis amarillento y
triste, pelo negro, un aire francamente agresivo y era
transportista de una empresa distribuidora de electrodomésticos
y poeta aficionado. El adiós a la vida no le llegó en con el
gatillo de un revólver que reserva proyectiles fulminantes, ni
con el filo de una navaja ayudada por una mano certera, y
tampoco nadie se había molestado en añadir una dosis letal en el
vaso de agua que le entregaría a los designios del sueño eterno.
Ni mucho menos se trataba de una muerta estúpida –causante de
sorpresa, resignación, tristeza y cierta risa en los otros, los
dueños de las mentes simples- , tal como la de la espina de
pescado en la garganta, el resbalón en la ducha o el rayo de la
tormenta que entre varios kilómetros a la redonda decide una
víctima pastoril en un campo repleto de encinas y ovejas
intactas. A Robles se le fugó la vida entre golpes y vómitos
agonizantes, con su ojos y nariz húmedos, con el rostro
desfigurado y falto de expresión– tal como el de un muñeco de
trapo maltratado por un niño -y su cuerpo lleno de llagas.
El escenario no era similar al del viejo que se retira a su
pueblo anhelado a morir, ni siquiera a la habitación de cuidados
intensivos de un hospital, donde un tipo toma conciencia y se
prepara para ver la muerte venir. Y hasta puede llegar a
recibirla con agrado. El cadáver apareció una mañana sabatina y
otoñal, con los ojos extraviados mirando a un infinito
inexistente, acomodado sobre la aspereza de la arena, las piñas,
los piñones, los vidrios, las latas, y las agujas de un
descuidado pinar sito en las afueras de la ciudad. La escena fue
descubierta por un pareja de adolescentes que trataba de acortar
por el lugar del crimen su llegada al centro de la ciudad.
- Ha ocurrido algo horrible. Hay un hombre muerto a palos en Los
Arenales, al principio de su recorrido, desde donde se divisan
los trenes de la estación – dijo en su llamada telefónica el más
atrevido, predispuesto y tranquilo de los chicos, pues al otro
le temblaba todo el cuerpo y no podía articular palabra.