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Colaboraciones
MUNDO SUBLIME
por Javier Guerrero Rodríguez
Madrid
- Así que un suicidio, tramas tu propio fin, quieres inventar tu
muerte.
- Creo que sí.
- No andes con dudas en temas tan serios. ¿Cuántos años tienes?
- Veinte.
- ¿Qué lees? ¿Eres aficionado a la literatura?
- Nada. No leo.
- Soy fotógrafo. Una vez tuve un ayudante. Le hice la misma
pregunta. Me dijo que no. Le dije: ahí tienes la puerta.
- ¿Por qué?
- La vida es literatura y la fotografía para mí no es más que la
mirada de la vida, los ojos sinceros, la verdad frente al
objetivo. Detesto las poses y los disfraces del rostro. Además,
tengo un prejuicio: quien no lee no tiene inquietudes y quien no
adquiere alarmas o no siente desasosiego en el espíritu, se
estanca, y yo siempre he buscado el dinamismo, no un ayudante
estable por una miseria de dinero, sino un tipo que me dejara
tirado a la primera de cambio porque quisiera volar.
- ¿Por qué buscabas un ayudante?
- A aquello lo llamaban la mística de la droga, la cultura de la
contracultura, toda eso de rechazar los valores sociales y los
modos de vida estandarizados. Vivía la noche con intensidad,
sometido a los peligros; me castigaba el cuerpo con todo lo que
me hacía flotar, y volaba con la colaboración de los ácidos, de
la heroína. Lo llamaban el paraíso artificial. Por las mañanas,
me levantaba, y llegaba a sorprenderme de que estuviera vivo. No
valía un céntimo. Etéreo en la madrugada, plomizo y pesado en la
mañana. No atinaba a colocar el carrete, a ubicar los focos, me
temblaba el pulso, no servía ni para equilibrar el trípode. De
repente paraba las sesiones por las urgencias de los vómitos y
la cabeza me daba vueltas. Parecía que estaba montado en una de
esas atracciones de feria de velocidad y vértigo. Necesitaba un
asistente que cubriera esa inutilidad fabricada en los excesos
de la noche. Muchos amigos no lo pueden contar, porque
reventaron, sufriendo como enfermos terminales, cadáveres
prematuros, presas de la muerte temprana. Algunos no habían
salido de las cuatro calles de Malasaña, apenas habían visto el
mar un par de veces, ni siquiera habían dado un paseo por
Europa. Praga, París, Berlín. Nada. No sabían ni quien era
Dostoievski, ni Kafka, ni Stevenson, ni Oscar Wilde, ni Poe. No
conocían más forma de placer que la droga y entretenían el
tiempo buscando presas a las que llamaban amigos. Compartir
ahuyentaba el sentimiento de culpa. Otros buscaban el mito, la
heroicidad de la heroína y el arte. La pintura, los poemas, las
fotografías, la música y las drogas. Casi todos cayeron
olvidados en las garras de la dama negra, que era la expiración
anticipada, la jodida muerte forzada. Otros formaron parte del
mito, de la leyenda, pero se fueron demasiado pronto, y no
evolucionaron, y siempre queda la pregunta de hasta donde podían
haber llegado. Mi hermano tenía buen ojo y buen padrino para la
fotografía, porque yo me he movido como animal en su medio por
el mundo de los compradores y los interesados en las artes
gráficas, pero carecía de interés y disciplina, y no vacilaba
ante las tentaciones de la droga, y la muerte que es una señora
con las ideas claras, ajena a dudas y divagaciones, se lo llevó
a la jodida nada. En el funeral de mi hermano recapacité como
nunca antes lo había hecho y lo entendí todo. La ausencia era
neta y sincera lástima, y su vida habían sido los camellos, la
ansiedad, los viajes alucinantes y el duro regreso a las
estación realidad. Y había sido poco más, porque murió a los
veinte años, con un rostro de cuarenta, las venas destrozadas y
el hígado apto para la Facultad de Medicina. Aquel día su novia
se quería morir. A los dos días estaba llamando a la puerta de
Federico el Caracas. La tengo buena, a ti te paso lo mejor.
Calidad y bien rica, chamita. Al salir del cementerio, tenía
intenciones claras de quitarme de en medio, al menos por una
temporada, alejarme del drama y su entorno, aquella banda de
toxicómanos y sus débiles voluntades, y sus paranoias, y su
arte, o su ignorancia, y sus miradas vacías. Tomé el primer
vuelo a París. Pedí ventanilla y pensé, contemplando desde las
alturas, que cada uno de nosotros con su miseria y su grandeza,
era como una partícula ínfima perdida entre las latitudes del
mundo, algo con sus montañas, sus ciudades y sus desiertos que
iba a seguir ahí, mientras los hombres caeríamos uno tras uno,
sometidos a enfermedades y azares, y vendrían otros a asumir el
ciclo de la vida, y contemplar las maravillas de la tierra y de
los mares, que por aquí habrá miseria e injusticia, pero yo que
he viajado, te aseguro que no estamos exentos de belleza, y hay
cosas tan impresionantes y tan increíbles que merece la pena
vivir para su contemplación. Sabemos de la existencia del
planeta que habitamos, y lo demás son tinieblas con grandes
posibilidades de desembocar en el vacío. La nada. Pero el mundo,
el mundo es sublime. Mi hermano se fue al vacío o donde quiera
ese Dios del que hablan sin haber montado en un jodido avión,
sin haber puesto un pie más allá de las fronteras del país, y
sin inquietud por navegar por el Mediterráneo, hacia Sicilia. Yo
le ofrecí ese viaje. Estaban mis ánimos mejorados y mi consumo
atenuado, cuando le dije: Pablo, te vas a venir conmigo a
Palermo, a Catania, a Taormina, y vas a empezar a resurgir;
necesitas conocer mundo, saber que existe otra gente que vive de
otra forma, en otro lugar, y tiene otro carácter, que la vida no
acaba en los cinco bares que son tu perdición, en los camellos y
en los viajes de las drogas. Me dijo que estaba cómodo en
Madrid, y tenía control de sus problemas, que sus adicciones no
eran tales, sino consumos bajo control y equilibrio; la armonía
de la droga, hermano. Cuando llegué a París, tomé un taxi a
precio de esmeraldas, y fui a Rue du Rivoli. Visité a una
antigua compañera, Alicia, que se había instalado allí, en
territorio francés. Vivía en un pequeño apartamento, muy
místico, muy oriental, con muchas velas aromáticas, y muchas
cortinas de seda, y muchos cojines por el suelo de mármol. Había
un aura de calma, una serenidad que hacía tiempo, no sentía, y
ella no solo formaba parte sino que era la protagonista de la
escena de sosiego, un rostro reposado con conciencia de haber
encontrado su sitio, una mirada tribal y pacífica, amistosa, dos
ojos del color verde de las aguas paradas de los estanques, con
sus nenúfares y sus hojas muertas. No chico, no soy poeta, pero
aquello era poesía. Fuimos a cenar a la zona de Sacré Coeur.
Tenía tanta conversación aquella mujer, y me sentía tan relajado
que deseaba con vehemencia acostarme con ella. Una agradable
velada y los ardores satisfechos. Me transmitía la conversación
del día anterior con su padre, sobre Mayo del 68. Los burócratas
poderosos siempre han detestado esa fecha. Los norteamericanos,
pues por aquellos días los jóvenes se rebelaban contra el horror
bélico de Vietnam. Odiado por los estalinistas, que fueron con
arrojo y violencia a destrozar y desarticular la Primavera de
Praga. Repudiado por los franquistas, pues brotaron de muchos
rincones, anhelos de libertad, y la gente corría veloz, y ni
siquiera habían sido conscientes hasta ese día de sus notables
condiciones atléticas. Luego llegó la ferocidad de las fuerzas
del orden. Barrio Latino de París, estado de sitio. Sangre,
violencia. Y luego brotó todo eso de la igualdad de géneros, de
la libertad, del arte sin censura, y parece que muchos, sobre
todo, los políticos, estuvieron allí, con las medallas de los
cardenales, de los ocho puntos de sutura en la frente, y con el
recuerdo de la primavera y resplandor en Montmartre. Luego
bajamos la escalinata de la Iglesia de Sacré Couer, y
contemplamos las luces de la ciudad desde el mirador. En
silencio, como repasando lo que había pasado en nuestras vidas
hasta ese momento que París acogía. Creo que los dos pensamos
que las dificultades de la vida se compensaban con esos
momentos, que estábamos de paso ante las miradas impertérritas
de las ciudades, que siempre seguirían ahí, y lo principal era
eso, que el paso de los siglos con sus calamidades, sus apogeos
y sus decadencias, había dado lugar a la existencia de las
maravillas, y nosotros teníamos el gozo de su disfrute. Las
joyas arquitectónicas, las piedras de la calle, la bohemia de
los barrios, las tabernas, los viejos libros y sus mensajes
entre líneas. Aquello que pensé en el avión. Ella dijo algo
similar: estamos de paso, pero vaya paisaje. Tomamos un par de
copas por Rue du Montergueil, y nos besamos bajo esa luna de
París, que nos recordaba a Poe y Los crímenes de la Rue Morgue,
o a Oscar Wilde sufriendo por el amor de ese patán, Bosie, que
arruinó su vida y contribuyó al mito. Luego le dije que mi
hermano había muerto y ella me miró con una ternura comedida,
que es la que me hace sentir bien, y con leve sorpresa. Es lo
que tienen ese tipo de juegos, pobre chico, se limitó a decir.
El día siguiente lo dediqué a hacer fotografías. Jardin des
Tulleries, Louvre, Notre-Dame, Pigalle. Las mujeres de las
boinas y los labios rojos, los niños y sus saltos, los viejos y
sus miradas vidriosas ancladas en la nostalgia, que es una
melancolía envuelta en brumas, las putas de Pigalle y sus
abrigos de piel, y sus gargantillas de brillos falsos, y sus
faldas de cuero negro, y sus rostros descarados y avarientos. A
propósito, me acosté con Alicia, pero no esperes que te cuente
los detalles. Bueno, creo que llega la hora de que me presente.
Soy Pancho Abril. Imagino que te resultará un poco extraño. Por
un lado, un nombre de cantinero mexicano, o si lo prefieres de
revolucionario, ese Pancho Villa que se unió a un tal Madero
para luchar contra la dictadura de Porfirio Díaz, y era un tipo
hábil para la guerra, que se hizo con los fuerzas de los
campesinos para crear un ejército en el norte de México y llevar
a cabo la famosa revolución. O tal vez también de
narcotraficante, o de cantante de rancheras, o puede que incluso
de proxeneta, o al menos de aficionado al proxenetismo. Y por
otra parte, un apellido que te evocará la imagen de una actriz
de cine, el mes de las lluvias, los inicios de la primavera, o
quizás la revolución de los claveles, cuando en aquella
madrugada del 25 de abril de 1974 en radio Renascensa, sonaba la
preciosa canción de José Alfonso, Grandola vila morena, Terra da
fraternidade..., y se iniciaba la revolución frente a la feroz
dictadura establecida desde 1926, brotando otro más de los
múltiples movimientos de huelgas y luchas obreras que el mundo
ha acogido. El pueblo en la calle abriendo nuevos horizontes. La
primera parte es rotunda, la segunda es suave, sutil. Tal vez no
tenga equilibrio, pero a veces la armonía puede ser un lastre de
por vida, o si no, mira como ejemplo. Jesús de Dios. Rosa
Clavel. Isidro Labrador. Alba del Sol. Yo prefiero llamarme
Pancho Abril. Y también prefiero que la gente viva. Volvamos a
París. Una ciudad vanidosa; bella y arrogante en proporciones
similares, con las muchachas de los labios rojos, y los poetas
cabizbajos en los bares de Rue du Montergueil, porque en París
hay poetas solitarios, aunque estén envueltos en el mundo del
mito. Evocan mis ojos un atardecer en Montmartre, los pintores y
sus caballetes, el nítido destello deslumbrante, la hora del
resplandor en las flores, en la hierba del edén. París, la gran
dama impertérrita, espectadora de la lucha de clases, la duquesa
soberbia que sabe que todos la miran con admiración. Y se siente
tan amada que a todos nos desprecia, minúsculos ante su
grandeza. Luego decidí darme unos paseos por Europa. En Londres,
los viejos bebían ausentes tras las cristaleras de los pubs, que
ha de ser algo muy británico, aparte de un hábito de los que
contemplan las imágenes difuminadas en la memoria. La gente
caminaba como sin rumbo sobre las calles plomizas acogidos por
un cielo que siempre fue gris durante mi estancia. También fue
el paisaje blanco de la nieve, desde las alturas. Londres, con
sus horas efímeras de luz y sus noches tempranas, como amores
sin brillo, crueles de tanta sinceridad y verdad, pero
indiferentes a los afectos de la luz, de los brillos de los
ojos. Disculpa, me pongo muy poético, cuando recuerdo mis
viajes. Londres, la ficción de los amores agotados. Londres, la
pasarela de las razas donde Oriente y Occidente confluyen y se
miran a los ojos. Londres, las calles y los recovecos grotescos
del dramatismo asistido por Jack el Destripador. Londres, el
misterio oscuro de las miradas del Rajastán en una esquina de
Wembley. En Praga, la hermosura es excelsa, como la modelo Eva
Herzigova, a la que descubrí caminando por Malá Strana. Vaya
muchacha, uno retrocede la pistola, o la soga, cuando ve tal
espectáculo de la naturaleza, pero la realidad es que la belleza
de los humanos alguna día será marchita y la de las ciudades se
modela con el paso de los siglos. Praga es belleza por el
transcurrir del tiempo, de las culturas, y por su mezcla
renacentista, medieval, gótica, con sus maravillosas fachadas y
los adornos rococó. El tímido sol alegra el panorama, mientras
la nieve y la lluvia dramatizan y otorgan heroicidad a la ciudad
depresiva de Kafka. Deberías leerle. Es uno de los grandes. Es
un referente en estado puro. El entorno se rodea de misterio, de
un aire de otra época, casi fantasmal, y las lúgubres iglesias
parecen las moradas de los muertos espiando al vida de los
vivos. Sicilia es una metáfora de la vida, el retorno de los
templos griegos, de las ruinas romanas, el volcán Etna, que es
la vida y la muerte. El mar, la llanura, los olivares, la
sierra. Los pueblos quemados de El Padrino, las muchachas de
buena naturaleza y sus escotes y las fachadas de los balcones
desde donde se asoman. Sicilia y las mujeres de luto. Sicilia y
la Virgen. La isla de los cíclopes homéricos, la patria de
Arquímedes, la cárcel de Platón. Sicilia es la decadente, la
horrible, la atroz, la desoladora, la fascinante Palermo y sus
callejuelas grises. Sicilia, mi quimera realizada en un balcón
de Taormina. Sicilia, el corazón del Mediterráneo. El mundo es
sublime muchacho. No quiero dejar de verte ese brillo en los
ojos. Esos destellos están por vivir.