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Pedacitos de una vida
CON TODAS TUS FUERZAS...
por Mónica Alonso Calderón
A lo largo de mi vida siempre he pensado que cuando deseas
algo con todas tus fuerzas, finalmente se hace realidad. Es
como si una fuerza que surge de nuestro interior nos ayudara
a que finalmente alcancemos lo que añoramos. Pero no se
pueden hacer trampas, sólo funciona cuando realmente deseas
que algo se cumpla, cuando sientes (que no sólo piensas)
que, sin ese deseo hecho realidad, tu vida cambiaría de
sentido.
Es algo que nace de nuestro interior, de nosotros mismos,
que hace que no te imagines que tal vez aquello que anhelas
quizás nunca llegue a suceder. Esa posibilidad, que nos
quedemos con ganas de alcanzar la cima, no entra dentro de
nuestros planes, los supera. Aquello que, cuando por un
segundo, sin embargo, piensas con la cabeza y no con el
corazón (cosa que yo no acostumbro a hacer, he de
reconocer), hace que sintamos miedo porque realmente, en esa
décima de segundo, reconocemos que alcanzar ese fin es algo
prácticamente imposible. Claro está, cuando deseas tanto una
cosa, suele coincidir con el hecho de que se trata de algo
bastante complicado de conseguir. Esa posibilidad, la de que
no se cumpla, con sólo pasearse por tu cabeza, hace que se
te pongan los pelos de punta y que tu corazón sea invadido
por la angustia y la tristeza.
Esa sensación de desasosiego suele desaparecer al instante,
en mi caso normalmente porque confío mucho en ese
sentimiento al que llaman Esperanza, la última que se pierde
y a la que me aferro cuando estoy al borde del precipicio.
Siempre va conmigo, sin embargo, no es el sentimiento que me
ayuda en el caso que antes mencionaba, es otra cosa, algo
inexplicable, absurdo quizás… pero puedo afirmar, no
obstante, que siempre que he deseado algo con todas mis
fuerzas, al final, tarde o temprano, se ha cumplido.
La Primera vez que me sucedió esto que os intento explicar
(creo que en vano, a juzgar por las discrepancias que ha
generado el tema en la mente nada soñadora de mi amiga Sara)
era todavía muy joven, aún estudiaba en el instituto. Desde
que la rana Gustavo, el reportero más dicharachero de Barrio
Sésamo, hacía mucho más amenas mis tardes infantiles,
siempre quise dedicar mi futuro profesional al mundo del
periodismo. La barrera a derribar, 6,70, la nota de corte.
Más allá de esa cifra, no había nada. Ni se me pasaba por la
cabeza no poder alcanzarla. Recuerdo que cuando me presenté
al examen de selectividad no estaba nada nerviosa. Había
estudiado todos los días hasta el alba, aunque coleaba en
muchos aspectos realmente. Podría haber tenido mala suerte y
que me hubiera caído alguno de esos temas. No fue así y
sabía que no podía ser, porque esa fuerza interna me decía
que iba a alcanzar mi objetivo. Y así fue. Con el tiempo me
di cuenta de que mi verdadera vocación no estaba detrás de
un micrófono o rellenando las páginas de sucesos de un
periódico, pero esa es otra historia que contaré en otro
momento. Lo que importa ahora es lo que yo sentía por aquel
entonces. Quizás éste no sea el mejor ejemplo que pueda
poner para expresar esto que os cuento, pero para hacerlo
tendría que desenmascarar todas mis cartas y, aunque no lo
parezca a veces, me reservo muchas cosas que no soy capaz de
regalar ni a mis adoradas letras…
Siguiendo con el tema que nos ocupa, desde que logré mi
objetivo universitario hasta ahora me ha sucedido lo mismo.
Si lo siento de verdad, con el corazón, cuando el desearlo
propiamente hasta me duele, he conseguido alcanzarlo. De
hecho, con el tiempo, a veces el sentimiento de deseo ha
disminuido y de un año para otro, algo que he querido con
toda el alma y que lo he logrado, al año siguiente, aun
queriendo que se repitiera el hecho en sí, pero con menos
ansias, no se ha repetido. Ya sólo lo quería, no lo deseaba.
Por eso digo que, a veces, hay que dejar que actúe el
destino, el angelito de la guarda, mi adorada esperanza
incluso, o aquél en el que cada uno crea. Sinceramente
pienso que de algo sirve el querer algo con todas tus
fuerzas, hasta que te duela el alma.