Ya desde que el jurista romano Ulpiano definió el pilar de la
justicia como “el hábito de dar a cada cual lo suyo”, comenzaron
también los contratiempos y la corrupción. Por consiguiente,
tampoco es nueva esta contienda, no en vano las guerras son
fruto de un mal reparto y de un fracaso en la conciliación de la
libertad con lo justo. La historia, siempre sabia y siempre
sombra nuestra, enjuiciadora y juiciosa del tiempo, nos descubre
que es más justo el paso de sociedades autoritarias a sociedades
democráticas, pasar de sociedades cerradas a sociedades
abiertas, remontar las sociedades verticales a sociedades
horizontales, reconvertir sociedades centralistas en sociedades
participativas. Sin embargo, lo que parece estar garantizado en
nuestro propio país, a veces también da la sensación de
contradecirse y de guiarnos la ilegalidad, quizás porque la
difícil papeleta de ser justo precisa una cultura de legalidad
que no se inyecta aún ni en programas escolares. Se fomenta el
cultivo de lo bueno pero no de lo justo. Se aviva la
competitividad en vez del buen estilo. Si los ciudadanos
practicasen entre sí la amistad, no tendrían necesidad de la
justicia. Es una idea aristotélica que convendría desempolvar y
poner en juego en un mundo creciente de fugitivos de la
justicia, cada vez más desunido y más hostil.
Desde luego, la babel de los estilos de vida, judicializados al
máximo, exige cambios en los poderes judiciales de todo el
mundo. Para empezar no debiera haber más que un poder, el de la
conciencia al servicio de lo justo, de la justicia. Lo que
excluye la politización. A tenor de lo dicho y volviendo los
ojos a nuestro propio país, reconozco que me parece un avance
sustancioso el plan de modernización de la justicia, aprobado en
el mes de noviembre del 2008 por el Pleno del Consejo del Poder
Judicial, que abarca una serie de medidas a corto, medio y largo
plazo (hasta diciembre de 2011). Sobre el papel dice mucho y
bien. La cuestión es ponerlo en práctica y, en ello, no debe
escatimarse esfuerzo alguno. Sin ir más lejos, la implantación
de la oficina judicial para su organización y estructura precisa
de medios humanos y materiales, la reestructuración de la Planta
y demarcación judicial más de lo mismo, la aplicación de las
nuevas tecnologías idem id. Para una justicia más transparente,
más comprensible, más atenta a la atención personalizada, al
trato y a la protección, más adaptada a las personas
vulnerables, también se necesitan personas cualificadas, sobre
todo en humanidad. Para ser justo antes hay que ser humano.
Una condición básica de la justicia es hacerla pronto y sin
dilaciones; la justicia no puede tomar su tiempo, nada más que
el justo y necesario, puesto que hacerla esperar es por si mismo
una injusticia. En consecuencia, introducir mejoras urgentes en
la gestión del personal de la Administración de Justicia debiera
considerarse prioritario, tema de Estado, puesto que una
justicia que no es eficaz, que llega tarde, no tiene sentido su
existencia. Ciertamente, somos un país en el que urge impulsar
juicios rápidos civiles, poner en marcha un nuevo proceso penal
más reeducador, reducir la litigiosidad o establecer órganos
específicos para resolución de conflictos menores. La
proliferación de casos españoles en los que, por llegar a
destiempo la justicia, germinan abusos, arbitrariedades,
atropellos, violencias, agravios…, está siendo un diario
permanente para dolor en el alma de todos los ciudadanos, a
sabiendas que la justicia, no lo olvidemos, emana del mismísimo
pueblo. Una justicia que resulta particularmente importante en
el contexto actual, en el que el valor de la persona, de su
dignidad y de sus derechos, a pesar de las proclamaciones de
propósitos, está seriamente amenazado por la difundida tendencia
a recurrir exclusivamente a los criterios de la utilidad y del
tener, de la corrupción y de la indecencia. Al fin y al cabo,
por muy individual que sea la injusticia cometida, siempre acaba
fagocitando a toda la sociedad.
Por ello, las inversiones en justicia se traducen en una apuesta
de futuro, que ha de ser presente y presencia. Estimo que ya es
hora de pasar de las promesas a los hechos, si en verdad
queremos que la justicia esté vigilante para que se nos
reconozca a todos como personas. Desgraciada la generación cuyos
jueces merecen ser juzgados. Ya lo dijo Quevedo: Menos mal hacen
los delincuentes que un juez. Y desgraciado aquel país en el que
los jueces gastan sus energías, en vez de juzgar y de hacer
ejecutar lo juzgado, en hacer valer sus derechos para poder
cumplir sus obligaciones de escucha, de respuesta, de
ponderación y de imparcial decisión. Decisiones que van en
paralelo con lo que cada uno de nosotros forje, teniendo en
cuenta la idea socrática de que cada uno de nosotros sólo será
justo en la medida en que haga lo que le corresponde.
Volviendo a recordar la máxima de Ulpiano, que acrecienta lo
dificultoso que es ser juez en un mundo tan complejo como el
actual, imagine el lector la constante y perpetua voluntad de
dar a cada cual lo suyo como miembro de una sociedad
multicultural, y, asimismo, lo suyo a la sociedad globalizada,
que también tiene sus derechos y que se refiere al bien común,
pienso en lo saludable que será para ese vocacional
administrador de la justicia una guía, un estatuto acorde a los
nuevos tiempos, donde se delimiten los campos de la carrera
judicial y su promoción profesional ajenas a las políticas del
gobierno de turno, donde verdaderamente se impulse una auténtica
independencia, imparcialidad y responsabilidad del juez como
valor y referente constitucional. Está visto que la justicia se
defiende siempre con el raciocinio, jamás con programas
electoralistas. Mejor que el político que puede saber lo que es
justo está el enjuiciador que ama lo justo y que, por eso
vocación, se debió hacer juez. Amar lo justo, en cualquier caso,
siempre es una pasión más ecuánime. Y estos entusiasmos son los
que hoy se necesitan para estimular la justicia de proximidad
con el ciudadano, para que ambos, jueces y ciudadanía, se
enraícen en la cultura de la paz, se comprendan y se entiendan,
máxime cuando muchos ciudadanos dicen no creer en la justicia.
Sin duda, hace falta volver a suscitar la satisfacción del
derecho fundamental a la justicia ante el cúmulo de
insatisfechos. Apostar por el derecho de protección jurídica de
toda la ciudadanía y el acceso a los Tribunales de Justicia,
siempre en condiciones de igualdad, debe ser un reto asentado y
firme, que el plan de la modernización de la justicia ha de
tomarlo como preámbulo.