Ya cuando era niño tenía querencia a sentirse atraído por la
oscuridad, por la incierta vida nebulosa de lo desconocido. En
su mirada no había tendencia a recrearse en aquellos sucesos
previsibles y evidentes de los comportamientos infantiles. Entre
desviar sus ojos a una pelota o a un féretro, elegía la
solemnidad negra y floreada del coche fúnebre. Entre un palacio
y una casa en ruinas, dejaba de lado la suntuosidad, y
fantaseaba misterios, danzas de muertos. Era hábil el muchacho
para imaginar pasados tenebrosos.
Abril. 1979. Llueve con intensidad. La muerte de la abuela es
reciente. Carlos cierra los ojos, siente su presencia, la
infinita oscuridad de la nada, y unas palabras que se le
manifiestan claramente, las últimas antes de la agonía. Mi
pequeño héroe. En esta vida hay que acabar siendo un héroe. Ella
lo fue. Casi nadie lo sabía. Pero lo era. Enviudó a los treinta,
y trabajó mucho, muchísimo, para sacar adelante a sus hijos. Y
lo logró con presteza y dignidad. Razones de sobra para serlo.
Una heroína. Abandono sosegado de la oscuridad. Imágenes
difusas, borrosas, de la abuela María en un jardín nebuloso, en
la cama del hospital, y volátil entre las nubes. Carlos regresa
del viaje que le depara su imaginación. Abre los ojos. La lluvia
ha amainado considerablemente. A continuación recibe la mirada
violenta de Clara, unos ojos que golpean, que duelen. Rebosa el
brillo verde, un odio infantil que el pequeño logra comprender.
En cierto modo la ira le resulta agradable. Ese coraje es igual
a deseo. No busca los motivos del rostro irascible, porque no
hay mayor razón que su indiferencia hacia ella. Va a cambiar la
estrategia. Quiere ver la evolución. Siente cosquillas y un
temblor que domina ante la presencia de Clara. Le atrapa, le
gusta. Piensa que será para toda la vida.
Octubre. 1985. Clara ha olvidado casi todo lo que pasó en 1979,
y aquel momento de abril, la tarde lluviosa, no es más que un
recuerdo vago, impreciso. Ni compartieron pupitre, ni juegos, ni
amor. Ahora no se evitan. Están sentados juntos en un banco del
Paseo del Prado. Ella le amaga, le rechaza, le busca. Volvieron
a coincidir sus vidas en la universidad. Entonces las unieron.
Pasan juntos la mayor parte del día. Ella no parece la persona
adecuada. Aunque casi nadie es convencionalmente normal. Ha
exhibido demasiados caracteres. Misterio. Amor. Odio. Carlos
quiere a Clara más que a su propia vida. Se siente súbdito.
Clara. Frágil y etérea en la cama, indulgente y nostálgica en la
palabra. Acusa a Carlos de carencias en el terreno de la
sensibilidad, la imaginación, y amenaza con volar con sus alas
de mariposa a otra alcoba más sensible. Clara y el fuego, la
agresividad de una vida al límite, caos emocional de nervios.
Histerismo. Antes hay miradas tibias, armónicas, para luego dar
lugar al regreso a la fuerza, la raza. De nuevo la vuelta del
espíritu relajado. Sensualidad, caricias afectuosas y efímeras.
Carlos escribe: “ Me voy porque el corazón me palpita demasiado
y añoro la tranquilidad del reposo”. Clara nunca va a leer esto.
Las cosas retornan a una calma aparente, pero parece imperativa
la necesidad del dolor para sentir el amor. Temperamentales,
caprichosas, puede que incluso malignas, hay miradas de la
infancia que al evocarlas implican un viaje inmediato de regreso
al presente, porque nada ha cambiado en ellas, y si acaso,
llevan un sello añadido por el odio del adulto.
Carlos. Queda todo en él del niño absorbido por el misterio. Su
relación con Clara arroja tanta tormenta como pasión. Muchas
veces estas palabras van unidas. No ha llegado aún a conocerla a
fondo. Ha indagado en su pasado, buscando el drama personal,
familiar, buscando los motivos de la coraza que ella lleva como
principal añadido de su cuerpo y que empezó a forjarse aquel día
de la separación de sus padres, del suicidio de alguien
especial, del acoso sufrido. Sabe Dios. Y nada ha encontrado.
Nada le ha sido aclarado. Siente amor incondicional cuando la
mirada de ella es húmeda y percibe sus desahogos fulminantes
como injusticias que solo un espíritu equilibrado acoge sin
alteración. Con sufrimiento. A pesar de todo, de los insultos,
de las calumnias, ama a Clara. Ama a Clara y no entiende nada.
Esta mañana Clara se ha quitado la vida. Hermética hasta en la
muerte. Ni una sola palabra escrita. Nada. Carlos reprime el
llanto con puñetazos a la pared, a las estanterías. Ahora
desahoga la pena borracho de lágrimas. Más tarde, de alcohol.
Vuelven los golpes. Maldita, dice para sus adentros.
Llegan tiempos de sufrimiento.
Noviembre. 1987. Carlos deja unas flores en su tumba, donde ella
reposa y descansará toda la eternidad junto a los restos de su
hermano pequeño. Avanza solemnemente entre mármol, hierba y
flores. No reprime emociones, no siente interés por los muertos,
por sus lápidas, por los ángeles de piedra.
El héroe. Siente alivio al estar fuera del cementerio y percibe
la satisfacción de contemplar la ciudad en todo su esplendor.
Madrid, grandeza, son las palabras que repasa mentalmente. A
continuación vuelve a recordar a su abuela muerta.