Los adversarios de la metáfora la consideran innecesaria para la trabazón del poema, incluso opinan que quienes la emplean son poetas que nada o poco tienen que decir y echan mano de ella para cubrir vacíos de ideas.

En principio, adelantemos que la metáfora y su hermano menor el símil son recursos estimados por un gran número de críticos y escritores, no necesariamente poetas. Y la mayoría de los vates, si la tienen cerca, la utilizan para... ¿Para qué? Ésa es la pregunta que nos hacemos aquí.

Los poetas arábigo-andaluces fueron quienes dieron carta de naturaleza y rienda suelta a este recurso. Sus poemas no son dramáticos ni tienen carácter social. La poesía, que es de índole versátil, no está obligada a ser un vehículo verbal de nuestras preocupaciones. La poesía posee una ley innata de pervivencia en la literatura. (Recordemos el concepto de literaturiedad.) Se puede decir de ella lo que de las credenciales de un individuo en determinados ámbitos sociales: la mejor carta de presentación es la presencia de la persona. Eso significa que la metáfora tiene autosuficiencia para permanecer por méritos propios en los más universales renglones literarios. Es una estrella con luz propia. 

Ahora bien, esto no es un argumento contundente para otros críticos y poetas que optan por la desnudez de los conceptos.
Pero volvamos a apoyar la intervención de la metáfora en el poema, no su totalitarismo. Una razón de peso estético podría ser darle colorido a los mismos conceptos. El lenguaje abstracto, con protagonismo aburrido en el poema, puede ser trasladado a comparaciones de sustantivos concretos que le restan monotonía. ¿Nos imaginamos una poesía seudofilosófica, tan característica de poetas de otras épocas, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX? 

Si el ensayo se diferencia de la filosofía rigurosa, ¿no lo iba a ser la poesía de la literatura que se escribe para mayorías y cuya misión es la de contar historias, lejos de los artificios que llevan a Erato a una línea de nuevos descubrimientos expresivos en la que esa musa espera que llegue al gran público para que él se deleite, ya más preparado, con novedades exquisitas de idiolectos poemáticos elaborados? 

Concluyamos. Una razón poderosa puede ser, como se ha sugerido, el rechazo de un lenguaje “de buen burgués” (recuérdese el verso de Antonio Machado: “y enciende el buen burgués su estoica pipa”) ya lexicalizado e incapaz de emocionar al lector e, incluso, al mismo que escribe.

El segundo sería la necesidad que tiene el lenguaje abstracto a ser “traducido” a términos sensoriales para hacer las ideas más asequibles a los lectores. 

El tercero es la inevitabilidad de que el que escribe encuentre, sin esforzarse, nuevos cauces de expresión para no repetir lo que ha dicho antes en el mismo texto. Es un mecanismo psicológico dentro del sistema de la lengua relacionado con la competencia lingüística del hablante y que se contempla en las funciones del lenguaje, según el esquema de Roman Jakobson; justamente, la función poética.

La cuarta también es muy legítima. Se trata de la ambición, muy humana también, de no parecerse a los demás. Escribir de manera que lo que se escribe sea parto de una feliz ocurrencia, el afán de un anhelo de diferenciarse de otros poetas que se contentan con escribir con el estilo de otros poetas ya consagrados. Escriben, pero no crean, ni les interesa, o bien aún no les ha llegado “la hora” de esa iluminación de sacudirse la hojarasca repetitiva y, por lo contrario, se sienten muy a gusto con sus sintagmas ya lexicalizados que les traen evocaciones agradables. Están en su derecho de escribir como quieran, aunque en sus poemas se entrevean a poetas de otras épocas, en general clásicos, que son tan pegadizos y desde las primeras lecturas han surcado canales en la percepción del lector; canales que se vuelven tentaciones de decires automatizados. 

Y una última razón es la del agrado que siente todo lector, aunque no esté especializado en lides literarias. Esta clase de lector es la que mejor sabe apreciar el recurso de la metáfora y/o el símil. (No hablo de la mal llamada “imagen visionaria”, a la que yo considero, sin ánimo de molestar a quienes la emplean, una seudometáfora.) 

Pero, cuando se trata de una semejanza dentro de la más estricta lógica, muchos de esos lectores ocasionales no pueden evitar el entusiasmo al leer un poema con esos recursos, unidos en ocasiones a la sinestesia y, casi siempre vivificados por la personificación.

Una tarde, en un instituto de segunda enseñanza, un compañero de ciencias, trajo a la mesa de la sala de profesores un libro de poemas de García Lorca y leyó entusiasmado el poema de “La casada infiel”. Los que estábamos allí compartimos el gozo de leer un texto en el que la luz ciega a fuerza de imágenes acertadas en su misión de traer a un lenguaje plástico una experiencia amatoria marginal.



LA CASADA INFIEL 

Y que yo me la llevé al río 
creyendo que era mozuela, 
pero tenía marido, 

Fue la noche de Santiago 
y casi por compromiso. 
Se apagaron los faroles 
y se encendieron los grillos. 
En las últimas esquinas 
toqué sus pechos dormidos, 
y se me abrieron de pronto 
como ramos de jacintos. 

El almidón de su enagua 
me sonaba en el oído 
como una pieza de seda 
rasgada por diez cuchillos. 
Sin luz de plata en sus copas 
los árboles han crecido, 
y un horizonte de perros 
ladra muy lejos del río. 

Pasadas las zarzamoras, 
los juncos y los espinos, 
bajo su mata de pelo 
hice un hoyo sobre el limo. 
Yo me quité la corbata. 
Ella se quitó el vestido. 
Yo, el cinturón con revólver. 
Ella, sus cuatro corpiños. 
Ni nardos ni caracolas 
tienen el cutis tan fino, 
ni los cristales con luna 
relumbran con ese brillo. 

Sus muslos se me escapaban 
como peces sorprendidos, 
la mitad llenos de lumbre, 
la mitad llenos de frío. 
Aquella noche corrí 
el mejor de los caminos, 
montado en potra de nácar 
sin bridas y sin estribos. 

No quiero decir, por hombre, 
las cosas que ella me dijo 
la luz del entendimiento 
me hace ser muy comedido. 
Sucia de besos y arena, 
yo me la llevé del río. 

Con el aire se batían 
las espadas de los lirios. 
Me porté como quien soy, 
como un gitano legítimo. 
Le regalé un costurero 
grande, de raso pajizo, 
y no quise enamorarme 
porque teniendo marido 
me dijo que era mozuela 
cuando la llevaba al río. 


Con este poema, que tampoco contiene un exceso de metáforas y símiles, el buen poeta les demuestra a los no simpatizantes de esos recursos necesarios que la poesía, sin dejar de decir algo más o menos importante, también es estética. Y ésta no se consigue si no es con artificios, como ya dijo el formalista ruso Vixtor Shklovski.

Artificios convincentes; no disparates como medio de “escandalizar”, que no es sino el estertor de aquel viejo romanticismo que liberó del neoclasicismo a la poesía, pero que no adivinó a qué extremos de estridencia llevaría al poeta en el futuro.






 

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