Cuentan las malas lenguas, perversas por necesidad de satisfacer los deseos de la voluntad dañina, alimentando el chisme, que en la mente de Álvaro el Forastero moraban hábitos ligados a la mentira y la habladuría, pero doy fe yo, Eduardo Ayala, de la veracidad de sus viajes por diferentes países, sus negocios con Oriente, sus largas estancias en París, su extravío por las calles de Praga, los ojos rotundos, de belleza y oscuridad, golpeados por la lluvia que le miraron desde un pozo de miseria en un mercado de Delhi..., porque yo estaba allí, en cada uno de esos capítulos de su vida.

Antes del viaje a La India, Álvaro había estado en el pueblo, donde los suyos descansaban casi todos en el cementerio, pero era deudor de visitas a su tío Lorenzo y a un par de amigos de la infancia, y buscador del sosiego que le daban las rutas de la sierra y la pesca de la trucha. Por las noches bebía una jarra de cerveza en la terraza de El Jardín y descubría cierta vanidad al narrar sus avatares y experiencias por el mundo. Algunos pensaban que engendraba fantasías y luego las esparcía a los del pueblo para labrarse dotes de orador, otros que soñaba despierto. Había una cuadrilla de jornaleros que pensaba que estaba loco, una minoría que sus palabras eran verdades brotando vivencias de manifiesta curiosidad, y un grupo considerable decía que era ésta su forma de entretener el tiempo adornando con embustes aquellos hechos de poca fiabilidad. Yo, sentado a su lado, asentía y recibía como golpes algunas miradas despectivas, otras desconfiadas, pero había otras, interesadas y aprobatorias que me calmaban, dándome aliento para seguir allí, junto a mi amigo el Forastero.

Era la historia de un tipo que en cierta ocasión probó carne de rata en China, donde fue golpeado y zarandeado por un mendigo borracho, pero el hizo como si nada y marchó a negociar los precios de unas camisas de encaje, y luego invirtió su dinero en abrigos de mohair, en faldas de lana y en diademas de nácar, lo cual repercutió a posteriori de manera satisfactoria en su economía, la hipotecaria y la ociosa. También le tiró los tejos a una chinita pekinesa que le descubrió sus hechizos orientales en una alcoba con aroma a salsa agridulce y a jengibre. Y le dejó la marca de sus uñas en la espalda y la mueca hermética de una indiferencia que le dolió a el Forastero durante unos dieciocho minutos. Luego marchó a Inglaterra a mejorar su inglés, pues aparte de ser de pésima calidad, era la lengua británica importante para su trabajo, y aunque no fue demasiado divertido, recordaba con cierto ahínco las curvas de Amelia, aquel vestido rojo, ligero, que la lluvia ceñía, los labios pintados de azul, el mismo azul de la bandera inglesa, el mismo rojo, aquel trajín erótico-cómico en la última mesa del último rincón de la última estancia según entrabas a la derecha en el Pub Rain & Moon. Una portuguesa pecosa, delicada, con la piel más rosada que muchos anglosajones. También rememoraba los mercados de segunda mano, algunas compras interesantes por Camden Town, las estolas de seda, las velas aromatizadas con vainilla, las máscaras de carnaval, los guantes de piel de cabra, y una borrachera reconfortante con una amigo del instituto al que encontró un fin de semana en Harrow Weald, de esas que despejan la mente, inspiran y dan nuevos bríos para seguir con ganas de vivir en un barrio residencial como Edgware donde tan breves son las horas de vida, donde a las seis y media de la tarde ves a alguien a quince metros y cierras a la par el puño y la mandíbula, y sopesas entre el miedo y la sospecha, la condición de maleante del tipo que tienes frente a ti, y no es más que un esclavo de la sociedad británica, derrengado y con un desánimo en el rostro parecido al de un funcionario de prisiones. También evocó en alguna ocasión recuerdos de Praga y habló de la intensidad del azul en los ojos de las mujeres checas, de la severidad de los anticuarios, el caudal del río Moldava y de la noche nebulosa en las calles empedradas que suben al castillo. Y les recordó que Kafka inventó a un extraño tipo llamado Gregor Samsa que una mañana apareció sobre su humilde lecho convertido en un bicho raro, un insecto de dimensiones colosales y aspecto monstruoso. Algunos dijeron que eso solo podía ser obra de un hombre loco, además de triste, y trató de convencerles sobre las intenciones del escritor checo de reflejar la perdición de los seres humanos en una sociedad cada vez más compleja, y burocratizada, establecida en redes de producción carentes por lo general de toda afectividad. Volvió a mencionar al tipo abatido del barrio residencial de Londres, y dijo que dar sentido a la vida y pensar sobre ello es algo tan depresivo y melancólico como el recuerdo de nuestros muertos. Pero en esas fases de triste filosofía existencialista y análisis de la dura realidad, muchos hombres tomaron grandes decisiones que casi nadie entendió. Sólo creyeron en ellas los ejecutores que a la vez que ganaron la libertad, recobraron la autoestima. Abandonó estas complejidades, alarmado por unos cuantos bostezos y sus palabras volaron rumbo a Sicilia. En Palermo, paseó por su decadencia y contempló la buena naturaleza de las muchachas asomadas a los balcones de las ruinosas fachadas, jugó a seguir a dos hombres perfectamente engominados, con oscuros trajes, que en su recorrido se santiguaban ante todas las imágenes marianas, y los imaginó como entes del entramado de la mafia siciliana. Allí los dejó a los dos, coqueteando con las prostitutas de un barrio muy deteriorado, abandonado y lleno de escombros, como si en los momentos previos hubiera habido un bombardeo.

Algunos le preguntaron por su salud. Dijo que en Angola la piel se le puso amarilla y tuvo diarreas, y que había ojos tan inexpresivos y hastiados de vivir que parecían mirar desde la muerte. Yo, que estuve allí, intervine para decir que habíamos aprendido que en aquel lugar la vida no valía nada, si bien era el arma que junto al dinero, servía para todo. 

Luego habló de Varsovia, de París, de Viena..., y marchó el Forastero a dar una vuelta por la Plaza Real, una semana antes de que emprendiéramos viaje a La India.

Llegó otro viaje a La India, y yo me acordé de Kafka, de la aburrida rutina del inglés y de su hastío de la vida reflejado con crueldad en el rostro, y de la madre que parió a Kafka. Y me temía que este cabrón tomaría alguna decisión tan extraordinaria como urgente, tan lunática, e imagino que irreflexiva. O demasiado meditada. No lo sé. Egoísta con respecto a mi persona. Queramos intuir que reconfortante para el chiflado. La India. La humedad, la belleza, la sonrisa, el calor, la miseria, las moscas, las ratas, las vacas, los monos. Estaba más flaco que en África. Iba rumbo a parecer un esqueleto, pero su apariencia no era tan amarillenta como en Angola, más saludable que enfermiza, o al menos eso me pareció a mi entre tanta miseria y tanto rostro desencajado. Estaba sucio y gozaba de ello. Se sentaba en cuclillas, hablaba con los hindúes en los puestos de fruta, fumaba unas hierbas que le daban, y se alimentaba básicamente de mangos y plátanos. Comportamiento paulatino que tardó una semana en adquirir. 

Una mañana volvía yo de hacer compras en Chandni Chowk – Delhi- para el negocio que ambos llevábamos y al regresar a Lodi Gardens le vi jugando con unos niños a volar cometas de papel. Me miró con desgana y mostró nulo interés hacia mis cometidos comerciales, me dijo que solo pensaba en el dinero, y yo no sabía si darle un puñetazo en el estómago o golpearle la cara para hacerle recapacitar. Finalmente opté por abandonarle. Le observé desde la lejanía. Parecía uno más de ellos, nacido en cualquier lugar inmundo del Rajasthan. No se si fueron las hierbas, o aquella vez, la mirada oscura, atractiva, en el mercado, la densidad del olor, la piel, o las multitudes. Supongo que un poco de todo y un mucho de algo que hasta la fecha desconozco. Tantas razones ha de haber que le retengan en Oriente como motivos que le impidan el regreso a Occidente.

Al día siguiente del incidente de los jardines marché a la fundación que lo acogía y un hindú espigado y escuálido me dijo que ya no estaba. Había marchado a Calcuta. Me dejó una carta de disculpa: espíritu renovado, creencia en el destino y buena suerte. Fantoche, pensé en aquel momento. En post-data solicitaba que le mandara medicinas cuando llegara a España. Abajo daba una señas, una casa de huéspedes de Calcuta. 

Al cabo de un mes le fui a ver. No le encontré.

Cuando se lo conté a los chicos, todos escuchaban expectantes, excepto los hermanos Toledo, expertos en la crítica y en disfrazar la realidad de los hechos. Los otros me preguntaron acerca de la posibilidad de volver a verle . Si y no, les respondí, no se si es una posibilidad remota o real, todo es posible, o imposible. Me preguntaron si le vi feliz. Parecía uno de ellos, les respondí.




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