Jamás existió historia de mi familia que me llegara con
integridad y detalle, teniendo yo por tanto que ejercer labores
de investigación para completar las piezas del puzzle y dar
cierto sentido a los efímeros y furtivos comentarios
provenientes del entorno.
Tenía un tío abuelo, matarife de profesión y borrachín de
vocación, que descartó una tarde de sábado la partida de cartas
y los licores compartidos, para invitar a frágil criatura como
yo, a contemplar el sacrificio de un cordero, en un habitáculo
de humedades y penumbras con apariencia de sala de torturas,
donde hacía un frío del demonio. Paralizado me quedé oyendo los
balidos del animal con las patas atadas, y la imagen de
semejante matachín afilando enseres mientras silbaba melodías de
legionarios. Siempre me pareció que tío Luciano estaba un poco
pirado, pero con la vejez su estado agravó y pasaba asiduamente
de una breve etapa de cordura a unos extraños arrebatos
asistidos por el alcohol y su condición de viudo. No tuvo otra
ocurrencia que señalar mi pecho de joven de edad temprana con
aquel largo acero punzante y mirarme con cara de pirata viejo y
loco, con sus dos o tres dientes roídos, su aliento a coñac y
sus manos de jorobado de Notre Dame.
"A muchos hombres mandó tu abuelo al cementerio. Con la navaja,
un peligro, la muerte del contrincante. Un maestro. Menuda
fiera."
Allí le dejé, con el corderito agonizando, y la botella de
brandy, hablando solo y haciendo uso excesivo de la blasfemia,
que no había Virgen ni Santo que no supiera de su lengua soez y
zafias palabras, ni beata del pueblo sin calificativo de género
irreverente.
A partir de ahí, mi abuelo Juan, que llevaba muerto unos años,
-tantos como el niño que fui- , según me contaron, tras caerse
de una yegua en la sierra y golpearse con severidad el cráneo
contra una roca, fue mi bandido, el rey del ajuste de cuentas,
pero sentía yo decepción porque la dirección de mis deseos iba
encaminada a una muerte a traición y su cuerpo encontrado con
una puñalada en la espalda entre zarzas y matorrales. No
obstante, la realidad me ofreció una muerte absurda,
incongruente, y de tremenda malaventura, que no era fiel al
final que han de tener los bandoleros, y que yo tanto anhelaba,
esa lucha de sangre con abuelo Juan defendiendo el honor de la
familia, o quizás su calaña de cuatrero, a navajazo limpio, tan
concentrado en la pelea que aún no logra percatarse, ni sentir
el acero que le hiere a muerte.
Atando hilos por aquí y por allá, supe que fue aficionado a la
caza menor, aparte de herrero. Ni una sola foto suya con trabuco
y navaja pude encontrar entre los álbumes del desván, pero había
una, con imagen serrana de fondo, en la que tenía el rostro
encendido y desaliñado de los bandidos y era esa estampa la
errónea ilusión óptica que en su día guardó mi memoria.
También instrumenté una leyenda acerca de la vida de mi
bisabuela Carolina, retratada en una pintura al óleo, pálida y
rebosante de kilos, con aires de reina, mirada de dueña del
mundo y cierto matiz despótico en el desdén de su boca.
Imaginaba yo aquella escena como aristócrata, cuando María la
Octava –posición numérica de nacimiento en el seno de una
familia de humildes campesinos- , mujer de recados de mi
familia, los Mendizábal, apagó mis vanas ilusiones de nobleza.
Entre mi mente tan carente de fundamento como fantasiosa y la
imaginación de tío Sabas, que ya tenía débiles las facultades
mentales, se abría camino a una inmensa dehesa, a un cortijo
señorial con cuadras para los mejores caballos de la comarca,
salones barrocos, y la bisabuela con una campanita para
solicitar la presencia de los súbditos, blanca como la nieve,
con sus tirabuzones y su sillón imperial, rigiendo con mando y
aplomo. Pero María la Octava me despojó de la quimera.
"Pues a tu bisabuela apenas le daba con sus tierras áridas para
pagarme, que no tuvo criada por falta de sustento para ello y
tenía que arreglarse con niña de favores domésticos, servidora.
Pero genio y aires de alto linaje no le faltaban a la vieja, que
a mi no me hizo olvidar la pobreza, ya que en miseria viví todos
mis años, y de todo hice menos mendigar, que el poco pan que
tuve me lo gané con humildes servicios. Así que déjate de
novelas, que ni tuvo corona, ni joyas, ni jamás fue a París ni
otro lugar que no fuera este pueblo."
Tuve un bisabuelo, Timoteo, al que le dio por la filatelia y la
numismática, y yo le atribuí género de viajero incansable, pues
importante colección poseía de monedas y sellos de buena parte
del mundo. Le imaginaba yo negociando en un palacete de
Montmartre con un viejo muy listo, muy entendido y un poco loco,
y paseando satisfecho con el intercambio por Jardin des
Tulleries, tomando un barco en el puerto de Dover para navegar
hacia Noruega, fumándose un habanos en Palermo antes de embarcar
rumbo a Libia, sentado en cuclillas con los hindúes tomando té y
comiendo mangos en un tenderete de Varanasi, comprando parte de
las colecciones de un sacerdote, en Cracovia.
Otorguen parte del mérito de estos viajes nebulosos a tío Sabas,
personaje de notables dotes inventivas que siempre daba buena
cuenta de su novelería, pero no olviden mi vocación soñadora y
tendencia a trastocar la realidad, correspondida fielmente con
el hecho de que mi bisabuelo Timoteo únicamente viajó a Madrid
para estos temas de sus colecciones y jamás dejó huella más allá
de los Pirineos.
Tuve un pariente, un tal Sebastián, que contrajo matrimonio
forzoso con mi prima Lupe, ya que embarazada quedó en uno de los
envites que gozaron, según la habladuría -ese ruido confuso
envuelto en brumas-, entre los juncos de la ribera, viniendo por
tanto con premura boda y criatura. Era este hombre gañán y
pendenciero que mala vida dio a mujer y criatura, del que se
dice, mató a disgustos a la pobre Lupe, quedando el niño, Lucas,
a la custodia y afectuosa disposición de mi tía Paquita, pura,
inmaculada y buena como una santa. Quedó el palurdo sin más
obligación que la de vivir y estar a sus timos y demás
fechorías, siendo asiduo de los calabozos y sombra de las malas
compañías. La gente habló, aún desconociendo los pormenores,
sobre las vivencias con unos gitanos de Hungría que le acogieron
antes de que le mataran a cuchillo los Aceituna, que eran
olivareros venidos a menos, con mucho peligro, mucho genio y
mucha mala sangre.
Luego hubo habladurías que le situaban en un circo ambulante,
con los gitanos, haciendo la función del payaso borracho y
turnos de taquillero.
Así estuve yo durante unos años, documentándome con el murmullo,
los relatos inacabados, los rumores, los chismes, los
comentarios furtivos, encajando unas piezas de extrañas formas,
difusas e inciertas, brumosas como las historias de familia.