Inmaculada esta agua de la playa de Cedeira, fría siempre pero
templada de soles de un noviembre que deja a la lluvia en estado
de reposo, aunque el verde de los montes cercanos sigan bebiendo
atavismos de humedades nocturnas y olor a helechos y a babosas.
La ría se refugia de los vientos del Norte y la ciudad se mueve
con calma de siglos, a sabiendas de que las meigas no están
lejanas y de que San Andrés, desde la montaña, podrá seguir
intercediendo por sus paisanajes tranquilos y sobrios.
El camino hasta el Santuario de San Andrés de Teixido es
tortuoso, agreste y encantador. La montaña, acantilada al mar
abierto y rebelde, se va vistiendo de aldeas con olor a humo
viejo y a vaquerías, a hortensias que se resisten a dejar su
azul turquesa, y a eucaliptos enhiestos cimbreados por el aire
de los cerros.
Hay momentos en que la carretera se precipita hacia un mar verdi-azul
que rompe contra las rocas de los acantilados abruptos haciendo
sortilegios de espumas quebradas.
La llegada a Teixido es como una parada en el fin del mundo:
pueblecito al borde de los riscos, de calles empedradas hacia el
abismo, con casas de cemento blanco con piedras enclaustradas en
las fachadas en una estética de Belén naif y galaico, presidido
por el pequeño santuario de San Andrés, diminuta y mágica ermita
del siglo XVIII donde el santo clamó al Señor de los Cielos por
agravios comparativos con el poderoso Santiago.
Tanto es así -cuenta la leyenda- que Dios no tuvo más remedio
que contemporanizar con el santo de Teixido y prometerle que a
San Andrés de Teixido “irá de muerto quien no fuera de vivo”,
algo que, por lo que se ve, ha calado profundamente en el alma
alquimista y bruja de los gallegos de por estos lares.
Sea como fuera, el paisaje de encanto, y, sobre todo, los
percebes –tan grandes y hermosos como dedos meñiques, y tan
sabrosos como los riscos donde los percebeiros del pueblo los
capturan- bien merecen el camino.
La carretera que va desde San Andrés a Cariño sortea todo el
monte por las cumbres asomadas al mar abierto: naturaleza en
estado puro, poco maltratada por el hombre, aunque los inmensos
molinos del Parque Eólico nos haga rememorar a un Don Quijote
futurista e impotente que lucha contra gigantes alternativos.
Una desviación imprescindible de pocos kilómetros hacia el Cabo
de Ortegal nos permite contemplar la lucha titánica entre el mar
y el monte, entre el azul y el verde, entre el blanco y el ocre.
Cariño –solo en Galicia una ciudad puede tener un nombre tan
sugestivo y tierno-, enclavado en el comienzo de la ría de
Ortigueira, es un pueblo marinero típico de las rías altas:
pequeño puerto de gaviotas sonantes y casitas desdibujadas entre
los prados verdes de la montaña. Gentes sin prisas ni agobios,
barcas de bajura y playas de ensueño. La playa de Fornos es una
pincelada de arena blanca entre verdes agresivos, y en Figueiras
la ría se hace fiordo de luces y sombras, de nubes y soles, de
sirenas ocultas entre las rocas del fondo.
Hacía tiempo que no contemplaba -en la conjunción de luces y
sombras de la tarde- una imagen tan perfecta y plácida como la
que me sorprendió en Figueiras: la bruma besaba el agua
transparente peleando grises y lilas con el cielo, prolongado en
los árboles de la ribera.
El camino hacia Viveiro es suave y bajo, bordeando toda la ría
de Ortigueira y atravesando el pueblo homónimo al final de la
ría: delicados paisajes poco agrestes donde la naturaleza se
remansa de los montes, y se vuelve hacer mar y pesca llegando a
O Barqueiro, en la ensenada de Bares.
Viveiro vive combado como un arco tenso y tranquilo bordeando el
mar. Población de gentes bulliciosas y comercios activos en la
casi frontera con Asturias, y villa de veraneo tradicional en
sus numerosas y exquisitas playas.
Luego de callejear por sus rúas donde el tiempo se hace de
siglos, es imprescindible volver al monte y subir al Mirador de
San Roque que domina toda la ciudad y la ría para contemplar,
azotados por el levante frío de noviembre, un panorama
extraordinario: meandros de azul y rosa haciendo sortilegios de
espuma en los acantilados verdes; todo un espectáculo de magias
naturales bajo un cielo que se torna plomizo y lluvioso, para
volver a los orígenes.
Mientras los ojos recrean espacios para huir del mundo, un par
de caballos salvajes retozan libres por los alrededores, ajenos
–o beneficiados- por una lluvia fina que nos despide al más puro
estilo galaico...