Lucía tenía un despertar glorioso, sol y agua en la mirada lobezna, brillante y acuosa, como si fuera el colofón del llanto extinguido, dos estrellas verdes que yo encontré en la noche, el rostro natural, salvaje y bello de las mujeres tribales, y la cascada de cabello oscuro fluyendo por su espalda desnuda. 

Yo no paraba de mirarla, cuando se cepillaba el pelo, cuando viciaba el color y la tersura de su piel con cosméticos de bagatela, cuando lucía el tanga por el pasillo, cuando resoplaba el mechón dorado porque le incomodaba. Hasta que no recurría a los potingues le dedicaba una mirada de deleite que luego se tornaba al resentimiento. 

Era más bella al despertar, luego ella se encargaba de adquirir condición de princesa cheli, cuando adulteraba con cremas y potingues la belleza de su rostro y se vestía con el último modelo de la venta ambulante. Pero en su despertar parecía existir un pasado de princesa árabe, de belleza divina, de hombres que tirarían por la borda su honor, su fidelidad, lo que fuera, por estar junto a ella. 

Lucía era una estrella al despertar que perdía brillo cuando visitaba el cuarto de baño, una fuente primorosa que derramaba ganas de entrega carnal, de vivir y ella mismo iba agotando, hasta la llegada la noche, cuando su rostro representaba. 

Fue todo y nada. Cuando los nervios agradables que bailaban en mis tripas se convirtieron en angustiosas punzadas en la boca de estómago eran las nueve de la mañana de un día fresco que iniciaba el otoño.




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