- Ilustración de portada "La batalla azul”, del artista plástico y poeta
Leo Lobos.
BREVÍSIMO PANORAMA DE LA POESÍA EMERGENTE
Los nombres de Manuel Silva Acevedo, Hahn, Zurita, Maqueira, Millán,
Chihuailaf, Memet, Lira, Llanos, Riedemann, Harris, son antecedentes
insustituibles para la nueva poesía chilena. Creadores que también
han logrado abrir un espacio y cuyas obras se consolidan una vez
“recuperada la democracia”.
La generación posterior, los herederos de la dictadura, los
bárbaros, los desterrados, constituye una vertiente que recupera en
sus textos la visión de la ciudad como refugio. La poesía se hace
canto desde lo marginal. Lo urbano habla en una lengua opaca que es,
al mismo tiempo, lamento de la tribu, voz de la periferia que
estalla contra el poder económico e ideológico.
En tal escenario, las voces de Sergio Parra, Marcelo Novoa, Ernesto
Guajardo, Malú Urriola, Jesús Sepúlveda, Bárbara Délano, Harry
Vollmer, Yuri Pérez, por nombrar algunos, reinterpretan y rearman la
realidad o tratan de hacerlo a partir de los pedazos dejados por
este pequeño holocausto material y humano.
Al inicio de los 90, la poesía se vuelve autocrítica y reflexiva. El
muro de Berlín entierra los últimos paradigmas y utopías, y con ello
lo épico, lo social, lo episódico, dan paso a un neovanguardismo
donde el hablante lírico es un sujeto ambiguo, sin identidad, las
más de las veces desorientado, confundido en un lenguaje de signos y
formas cabalísticas, acertijos que debe y necesita descifrar para
comunicar una verdad.
En este contexto, la intertextualidad, el collage, la fragmentación,
los códigos y metalenguajes, la parodia, constituyen una trama en la
cual se sustenta gran parte de la nueva poesía. Así lo reflejan las
obras de Armando Roa, Leo Lobos, Marcelo Rioseco, Javier Bello,
Yanko González, Damsi Figueroa, David Preiss, Germán Carrasco, Julio
Espinosa, Alejandra del Río, Andrés Anwandter, Rafael Rubio, que
incorporan parte apreciable de los elementos ya descritos.
Otros desde lo etnocultural, como Jaime Huenún, Leonel Lienlaf,
Paulo Huirimilla, Bernardo Colipán, reafirman las bases de su
identidad y denuncian los vicios de un mundo que los asfixia e
instrumentaliza.
Mención aparte, merecen poetas como Francisco Véjar y Héctor
Hernández Montecinos. El primero hace suyo ciertas claves del
larismo y las transfigura a su propio e impersonal radio urbano. El
segundo recicla los ingredientes de su imaginario y los devuelve a
la página en blanco a partir de una notable y extraña lucidez.
Muchos nombres y otros tantos que quedan en la memoria se dispersan
o confluyen en un presente demasiado autista y fragmentario, incapaz
de ofrecer señales de ruta en las cuales reconocerse y que, además,
los arrastra en un vértigo de contradicciones, convirtiéndolos en
seres a la deriva, náufragos en un océano de imágenes y sueños
castrados, donde sobreviven con el germen de la palabra que es, la
mayor de las veces, complicidad y silencio.