En cuanto llegamos a China tuvimos la intuición de que se había
producido un extraño (y para nosotros beneficioso) equívoco.
Habíamos llegado a Beijing después de uno de esos vuelos
interminables de horas y horas que te dejan el cuerpo y el
estómago a la “virulé”, sobre todo porque no paran de
obsequiarte cada poco tiempo con “sabrosísimas” comidas de
plástico y sabor indefinido y anodino.
La primera sorpresa la tuvimos ya en el aeropuerto. Nos habían
preparado un comité de recepción -que luego nos acompañaría por
todo el territorio chino- formado por los siguientes miembros:
una guía general, Yu-ling, joven y simpática, que hablaba
perfectamente castellano y chapurreaba catalán, gallego y algo
de euskera, y cuatro miembros anónimos, pero con mando en plaza,
capitaneados por un chinito gruñón, de unos sesenta años, que
intuimos era el comisario político encargado del caso. A este
comité en cada ciudad del itinerario se adjuntaba el llamado
“guía local”, un hombrecillo risueño y algo lelo cuya única
misión era soltarnos el rollo de la historia de la ciudad y
contarnos algún que otro cuento chino. Dos coches privados y
toda la parafernalia propia del oriente, a nuestra entera
disposición.
Si ustedes me preguntasen a qué debíamos tanto honor y tanto
gasto de recursos dos simples turistas españoles a los que, al
poco, se unió como por ensalmo el Sr. Belisario, -argentino,
cascarrabias y cachondón-, les contestaría encogiéndome de
hombros. Aún hoy tengo fundadas dudas de que el C.C.P.C.CH.
(Comité central del partido comunista chino) sufriera una
tremenda equivocación de conceptos o de catálogo con los tres
componentes del minigrupo “China Milenaria”, a no ser que el
ínclito Belisario fuese un pez más gordo (desde luego no
políticamente, se entiende) de lo que él intentaba aparentar.
Lo cierto y verdadero es que el viaje por la China milenaria fue
un agasajo permanente del “aparato” hacia estos tres asombrados
occidentales a los que además del agasajo les hubiera gustado
tener la posibilidad de haber pateado, ellos solitos y sin
carabinas acompañantes y permanentes, algunos lugares del país.
Y cuidado que lo intentamos...
Al poco de arribar, y con el cansancio y el agobio digestivo de
todo el vuelo, el comisario político decidió que, puesto que era
la hora de cenar y que nuestro viaje estaba contratado en
pensión completa, desde el aeropuerto iríamos a un restaurante
para cumplir el programa establecido. Evidentemente nos negamos
en redondo y les tratamos de explicar a través de Yu-ling que
cedíamos gustosamente nuestra cena y que lo que deseábamos era
ir al hotel a descansar. Parecía como si estuviésemos cometiendo
algún desaguisado epopéyico, porque los chinitos no paraban de
discutir y de mirarnos asombrados. La pobre Yu-ling intentaba
conciliar posturas, mas, dado el panorama, Belisario decidió que
ya estaba bien y que o nos llevaban o él se “agarraba” un taxi
hasta el hotel. A regañadientes nos trasladaron y nos
disponíamos ya a descansar hasta el día siguiente después de
deshacer las maletas, cuando sonó el timbre de la habitación y
allí apareció uno de los chinitos subalternos, con risa oriental
y reverencias incluidas, portando una torre de platos y comidas
que apenas dejaban apreciar su figura. Estaba claro: no podían
soportar que algo que habíamos pagado no lo disfrutásemos y
habían pensado que quizá más tarde nos apeteciera. Imagino que
habrían pedido instrucciones al listo de turno del Comité
Encargado de los Asuntos Turísticos y que habría dictaminado que
nadie podía quedarse con una cena pagada de antemano, ni
siquiera el Restaurante del Pueblo. (Cosas de un país en plena
travesía desde el comunismo más acérrimo hasta una especie de
socialismo aperturista y zigzagueante.)
La China que a nosotros nos tocó vivir y recorrer, en efecto,
fue una China en tránsito y algo desorientada que intentaba
adaptar sus férreas estructuras “dirigistas” para mil millones
de almas, a una cierta apertura de mercados y de iniciativas.
En los pocos momentos que pudimos zafarnos de la amabilísima
vigilancia de nuestro comité acompañador, pudimos constatar lo
que pesaba en el ciudadano de a pié la evidencia de tal cantidad
de pobladores. Los mil millones de almas que pululan por el
continente, fundamentalmente concentrados en las grandes
ciudades, conforman un modo especial de ser y de comportarse,
una actitud distinta ente la vida y los más mínimos problemas
cotidianos. En China se come todo lo que crece, sea animal,
vegetal y diría que hasta mineral. En China todo el mundo anda y
vive pegado a todo el mundo. Cuando fuimos a visitar la Gran
Muralla tuvimos ocasión de constatar en nuestras propias carnes
el flujo humano que llega a ser asfixiante. Habíamos accedido a
la Muralla acompañados por varios millones de chinos que
caminaban codo con codo, y llegó un momento, en uno de los arcos
de estrechamiento, en que literalmente nos llevaban en volandas.
Una sensación angustiosa de claustrofobia se apoderó de
nosotros, y el compañero Belisario comenzó a gritar que quería
irse de allí, por lo que a codazos y empujones intentamos, y
conseguimos, hacernos un hueco a contracorriente y desandar lo
andado. Nuestra sorpresa mayúscula fue cuando comprobamos que en
el otro sentido de la Muralla, por el otro lado de idéntica
arquitectura y características, estaba casi totalmente vacía, ya
que los dos millones de chinos caminaban en una única dirección
(¿Consignas del partido, o calor del cuerpo contrario?).
Las anécdotas que sucedieron en este viaje por China fueron
numerosísimas y no querría yo aburrir al posible lector con una
enumeración exhaustiva de todas, pero no quiero olvidar la
sorpresa de encontrar un día, en una calle de Guilim, a un
churrero chino que fabricaba artesanalmente unos “tejerinos” muy
parecidos a los nuestros, solo que con distinto sabor por el
aceite empleado. También recuerdo el goce y el desespero que
viví en el Palacio de Verano a las afueras de Beijing cuando,
con un calor horripilante (unos 40 grados y 80% de humedad),
pasó un colegial chupando un polo de fresa. Se me hizo la boca
agua, y enseguida sugerí al comité acompañador que me apetecería
mucho probar un polo como el de aquel niño. Ipso facto salieron
a por él, y en pocos minutos pude hincar el diente a un POLO DE
ALUBIAS NEGRAS de sabor irreproducible y que supuso una de las
mayores decepciones gustativas de mi historia. Yu-ling me
explicó amablemente, ante mi reacción, que era a la par
refrescante y energético, pero aún recuerdo el sabor pastoso y
amargo de aquel “polo dulce de fresa”.
O como el día que decidimos visitar la Tienda del Pueblo y
comprar unos muebles exquisitos de madera con incrustaciones de
nácar (que aún conservo en casa) y que tenían unos precios
irrisorios. Recuerdo que al salir, Yu-ling, que era profesora de
lenguas en la Universidad de Beijing nos comentó misteriosa:
- ¿Podría hacerles una confesión?
- Cómo no, -respondimos mi mujer y yo.
- Pues bien, ustedes se han gastado en unos minutos lo que yo
gano en todo el año en la Universidad...
Realmente apabullante, porque lo que habíamos gastado en
aquellos muebles rondaban las 30.000 pesetas (200 euros)...
Tampoco puedo olvidar el día que cogimos, Yu-ling, mi mujer y
yo, un “rickshaws” (carrito tirado por una bicicleta) para
trasladarnos hasta el hotel. El conductor era un anciano
esquelético y fibroso que tiraba de la bicicleta con ahínco. De
pronto se puso a llover a cántaros y las ruedas del rickshaws se
frenaban en la gran cantidad de agua acumulada en la calzada. El
pobre viejo no daba más de sí. Era inhumano, y teníamos miedo
que con el esfuerzo titánico el pobre conductor tuviera un
percance serio. Le dijimos a la guía que no podíamos continuar
así y que le dijese al conductor que pensábamos bajarnos y
pagarle el trayecto completo para no hacerle ningún trastorno
económico. Yu-ling habló con él, que nos miraba con ojos de
súplica, y luego, como con un ruego, nos tradujo lo que habían
hablado: “Dice el señor conductor que por favor no hagan eso,
que él es fuerte y puede llevarnos perfectamente a los tres al
hotel. Y que no puede aceptar que le paguen por un trabajo que
no ha realizado... Y,- concluyó-, por favor no le dejen
abandonado. Esto se lo pido personalmente...” Tuvimos que cerrar
los ojos y hacer de tripas corazón para no ver el enorme
esfuerzo y sufrimiento de aquel anciano que se estaba ganando su
jornal con el sudor de su frente y con la honestidad de su raza.
Un país de tremendos contrastes y de complicadísimo análisis por
su historia y por su presente. Un país que había sido
vilipendiado e invadido por todos los pueblos adyacentes y que
aceptaba la tradición como un legado incuestionable pero que
había que cuestionar para ser moderno. Un país de cientos de
historias fantásticas y de leyendas de dragones milenarios, pero
férreamente transportado a la realidad cotidiana en un sistema
político cerrado y de restricciones amplísimas en lo social,
familiar e ideológico. Un país en desarrollo, pero con las
riendas bien sujetas para evitar el desmadre y las tendencias
desaforadas de mil millones de chinos, de cientos de lenguas, de
decenas de razas y religiones...
Belisario, nuestro argentino y socarrón acompañante, era un
elemento fuera de lo común. Divorciado hasta tres veces y con
una posición económica más que desahogada, constituía todo un
carácter no exento de ese toque de ironía y mala uva que, a
ciertas edades y en ciertas biografías, es tan característico.
Soportaba muy mal los engaños, también llamados “turistadas”,
con los que en todos los países intentaban vacilar a sus
huéspedes extranjeros. En la tercera ocasión en que nuestro
comité acompañante decidió llevarnos a conocer una
“importantísima factoría” en Xiam, y ante la repetición de la
jugada de encontrarnos al llegar con cuatro tristes trabajadores
“que hacían que hacían” para intentar vendernos cerámicas, o
muebles, o lo que se terciase, el amigo Beliserio montó en
cólera y, con su habitual dialéctica punzante, le comentó a
Yu-ling: “Oídme vos, ¿y dónde están todos los laburantes de esta
grandiosa fábrica? Seguro que están todos comiendo, ¿verdad
princesa? Déjense ya de milongas y no me fastidies más...”
A partir de ahí se obsesionó por conocer directamente una casa
tradicional y popular de una familia china. Pero parecía que
nuestro comité esperaba órdenes superiores para aceptar la
demanda. Al fin, un día en Shanghái, nuestra contertulia
habitual nos comentó que iríamos a conocer un pueblo y una casa
típica de los alrededores de la ciudad. Y, ¡oh maravilla de la
espontaneidad y de la diligencia!, lo que nosotros creímos que
sería una visita normal a un poblado rural chino, se había
convertido en algo así como las visitas programadas de nuestro
prócer a los pueblos modélicos de la península para entregarles
los premios a los mejores ornamentos populares. Sin cortarse un
pelo comprobamos cómo cuando llegamos nos esperaban los
representantes populares bien formados, y cómo nos conducían
hacia una casa especial y determinada donde, ¡maravilla del
progreso y dislate del partido!, habían incorporado una
monumental nevera en el dormitorio. ¡Qué cosas! Imagino que
habrían pensado que para los occidentales los electrodomésticos
eran básicos en el concepto del nivel de confortabilidad, y como
no tenían donde meterlos lo habían colocado en el dormitorio.
¡Qué cosas! Por supuesto alabamos y comprendimos la
espontaneidad de aquella visita a una aldea rural china...
Guilin es una ciudad un poco especial y romántica dentro del
panorama de la República Popular. Ciudad de artistas y de
poetas, y también la ciudad del manjar de la culebra.
Ya he comentado que en la China se come todo lo que crece o que
se mueve. La necesidad de alimentar a mil millones de bocas ha
agudizado la imaginación y las costumbres de este curioso
pueblo. Pero en Guilin la tradición se concentra en la boa,
cocinada y macerada al estilo de la tierra. Y nosotros no íbamos
a ser menos, aunque debo decir que, un poco por miedo a que nos
engañasen como a chinos, y otro poco porque la tradicional
comida, al menos para los turistas, era bastante cara, nos
precipitamos y degustamos una gran serpiente sin que hubiera
cumplido los requisitos imprescindibles de maceración y
condimento necesario, que eran de al menos veinticuatro horas.
En efecto, elegimos la culebra y exigimos que “esa y no otra”
fuera cocinada y servida por miedo al cambiazo. Donde sí que no
hubo cambiazo, porque sucedió en vivo y en directo, fue en lo
del licor de la sangre de la serpiente, famosa y alabada pócima,
que según la tradición popular quitaba todos los males y era
rejuvenecedora. Así que, nada más elegir la serpiente y a
nuestra vista, la sacrificaron y con la sangre que brotaba de
sus entrañas la fueron dejando caer en unos vasos que contenían
una especie de aguardiente. Esta mezcla fue ofrecida y consumida
por el trío presenciador de las maniobras y, debo decir, que sin
ningún especial efecto ni inmediato ni futuro que yo sepa. (Y es
que los occidentales somos tan escépticos...)
En Guanzhuo (Cantón), último destino de la ruta por las ciudades
milenarias de China, sucedió un acontecimiento que es
paradigmático del especial momento de transición por el que
estaba pasando el país.
Nos encontrábamos alojados en un modernísimo y elegantísimo
hotel de lujo, muy americanizado en sus formas, y donde ya
habíamos tenido algún incidente en el restaurante, ya que por
nuestras costumbres hispanas bajábamos siempre a la última hora
posible para cenar y prácticamente siempre nos encontrábamos a
algún chinito recogiendo los servicios o efectuando ya la
limpieza del local sin reparar (falta de costumbre y tradición
turística, sin duda) en las molestias que estaban ocasionando a
los clientes tardíos. D. Belisario se subía por las paredes ante
tamaña descortesía, y una noche, harto ya del panorama, llamó al
chinito que pasaba tranquilamente la aspiradora mientras
cenábamos y le espetó: “Mirad, vos: mi mamá me anduvo “jodiendo”
toda la infancia con la gran chingada de los ruidos mientras
comía. Ahora vos no andéis también jorobando la cena todas las
noches con el aparato. ¿Comprendés, vos?" Por supuesto el
chinito no se enteró ni del espíritu ni de la letra de la bronca
y siguió, impasible el ademán, haciendo ruido con la máquina.
El día de la partida, cuando fuimos a retirar la cuenta y ante
nuestra sorpresa, un empleado de recepción le comentó a nuestra
guía que no podíamos irnos porque faltaba una percha de madera
de la habitación de Belisario. Parecía una broma, pero nada de
eso. He dicho bien: una percha de madera. La situación era
kafkiana. Nuestros guías y los empleados del hotel parloteaban
incesantemente mientras Belisario, estoico y con cara de diablo
viejo, observaba la escena. Llevábamos media hora con la
historia de la percha y parecía que el director pretendía que
nuestro amigo abriese su maleta para registrarla. Nosotros
vacilábamos a Belisario recriminándole, jocosos, el haber
despistado una importante y valiosísima percha de madera china.
En un momento Belisario se puso en pié y, dirigiéndose al
director, dijo: “Está bien, vos lo querés. Podés abrir mi
valija, pero si no encontrás nada el hotel me pagará mil dólares
por daños morales. ¿Estás de acuerdo, pibe?” Mano de santo:
Yu-ling tradujo literalmente la amenaza, los del hotel
parlamentaron brevemente, y raudos decidieron que todo estaba
correcto, dejándonos partir.
Maravillas del dinero, tanto en Oriente como en Occidente...