La primera vez que contemplé la figura de Allan Seymour a menos
de un metro de distancia me pareció mucho más viejo que en las
fotografías de los periódicos y las revistas de literatura.
También le aprecié una incipiente obesidad, una mirada pesimista
y vidriosa otorgada por el alcohol, un tembleque alarmante en su
pulso de borracho nostálgico y un rostro devastado, a la vez
nítido reflejo de su alcoholismo. Hablaba solo y con dificultad,
e intuyo que por sus expresiones mierda de vida, jodidos
psiquiatras y palabras muertas, con clara conciencia de su
lamentable estado. Había vivido sus sesenta años precedentes al
lado de muchas mujeres y de demasiados amigos para calibrar los
afectos de cada uno de ellos. También tuvo enemigos, casi todos
del mundo de las letras, ya fuera en la versión crítica o
creadora, si bien además hubo lugar para abundancia de despechos
de algunas de sus amantes e intenciones de destrozar su extraño
equilibrio de artista. Ganó dinero y dirigió sus inversiones a
beber, viajar, visitar burdeles, hacer el ridículo y perder la
dignidad.
Detrás de todo lo anterior había un magnífico escritor.
Desgarrador, caótico, sincero y hasta pudiera ser que divertido.
Leyendo a Seymour uno descubría realmente que la literatura era
forma dotada de magistral fórmula y hábil pluma, era lenguaje
puro, era organización de determinados ambientes británicos para
conseguir determinados efectos, fantásticos resultados, y creo
que quien lee El jardín del recuerdo inmediatamente percibe la
forma literaria, con los juegos temporales, los relatos como
caminos que acaban uniéndose, ligando historias acaecidas en
diferentes épocas y ciudades, buscando y logrando el objetivo de
dotar de una complejidad, de una ambigüedad, de unas nieblas,
una historia que narrada de otro modo sería mucho más simple e
ingenua.
Allí estaba yo, sentado a su lado, en la barra del Pub Belgrave,
sin valor para dirigirle la palabra, mirando con disimulo su
aspecto desagradable, aferrado a mi cerveza y bien asentado en
el taburete, velando por que aquella grandiosidad sumida en el
desastre y saciada de vivir, no se percatara de mi presencia, y
pensando que ya no habría más coincidencias.
Vivió sus últimos días arrastrando los pies entre las calles del
Soho, frecuentando las barras del Belgrave y del King´s, perdido
entre la bruma de Londres, acosado por sus nieblas interiores,
levantándose a las once de la mañana para iniciar su rutina
etílica. En el King´s le trataban con cierta reverencia, tal vez
porque tras su rostro prematuramente envejecido, las feroces
arrugas y su aspecto miserable había un pasado de gloria
literaria, y tienen tendencia muchos ingleses a respetar la
decadencia de los genios, a no derribar las ruinas humanas de
los grandes creadores.
Allan Seymour murió a los sesenta años, con el hígado
destrozado, el corazón triste de un pobre diablo y estas últimas
líneas de herencia: "No tengo fuerzas para llorar, ni ánimo para
vivir, tal vez por el vértigo de mis años de vida. La velocidad
de mis etapas existenciales me hizo un inmenso daño, tanto como
si en mis años precedentes hubiera sembrado cansancio y alcohol,
y el árbol brotado estuviera destinado a morir en breve espacio
de tiempo. Un abrazo a todos los que me quisieron, y una tregua
infinita a los que me sufrieron".