Nunca he sido una chica delgada, tampoco gorda. Desde que
tengo uso de razón odio a esa eterna compañera que se pegó a
mí desde que empecé a dar mis primeros pasos. Saluda a todos
cuando me pongo de perfil, sobresale aunque intente
esconderla, se alimenta de bollos, helados y hamburguesas y
es una pequeña montaña de sebo y grasas. Exactamente, hablo
de mi tripa, aquella que para muchos es sexy y para otros
espantosa (sobre todo para mí). A veces me consuelo diciendo
que al final la voy a acabar por cogerle cariño pero, si soy
sincera, no la echaría ni pizca de menos si en lugar de ese
cúmulo de carne edulcorada tuviera un vientre plano.
Y en pos de ello, hace alrededor de dos años decidí
apuntarme al gimnasio. Yo, que lo más cerca que había estado
hasta entonces del ejercicio físico era estirar el brazo
para agarrar el mando a distancia del televisor… Pensé que
el hecho de que fumara como un carretero iba a provocar que
el primer día en el que me pusiera a correr en la cinta
echara los higadillos por la boca, o que al día siguiente de
mis ejercicios no me pudiera mover de la cama, de cansancio
o por ser una agujeta andante… Pero no, no se me dio mal del
todo y he de reconocer además que esto de la bicicleta, los
abdominales y la elíptica me ha enganchado.
Es más, hasta me han regalado un bañador y unas gafas para
que siga moldeando mi cuerpo nadando en el agua cual sirena
en el mar. Y suma y sigue. Echo de menos cuando no voy, me
relaja, he hecho amigas y todo. Por supuesto que el vientre
plano sigue siendo un sueño inalcanzable para mí pero ahora
es únicamente la hermana menor de mi gran barriga de antaño.
Me siento mejor conmigo misma aunque el cambio no ha sido
realmente tan radical. Se trata de un nuevo estilo de vida
que, sin obsesiones y una dieta equilibrada, me hace sentir
diferente. Así que sigo yendo al gimnasio, hasta contenta y
todo y nunca pensando que voy hacia el paredón…
Realmente no miento, me causa mucha gracia el hecho de que
le haya encontrado ‘el puntito’ al culto al cuerpo.