De lo que en la noche anterior aconteció testigos fueron mis
ojos, y fulminante fue mi dedo apretando el gatillo, siendo ello
no alarde, sino pena, tristeza que terminará volátil hacia el
infinito, como mis cenizas, aquel día en el que anunciada sea mi
muerte. Entre la zozobra y la ansiedad deambulo cuando recuerdo
el verbo atropellado de aquel pobre hombre abatido poco después
de que le diéramos el alto, antes de que el incisivo acero
atravesara mi garganta.
Casi todo el pueblo le acompañó. También lo hicieron en vida,
pues era hombre buscado y reclamado, hombre poderoso, la clave,
el cacique, la medida de cualquier incidente ocurrido en la
comarca.
Lloraban. Lloraban el Toño y la Angelita. Lágrimas abundantes,
sin mesura, de agradecimiento humilde, ese llanto escandaloso de
miedo al futuro, de conformismo con lo que tenían. Se
desahogaban, atenuaban la pena, y cuando alguno de los dos
mencionaba el dolor del vacío dejado por don Alfonso de Lares,
retornaba ese grito ahogado. Y recordaban, recordaban aún con
mayor ahínco la figura tosca del otro. Y entre lástima
campesina, gestos compungidos, andares serenos y miradas severas
avanzaba el cortejo fúnebre por el camino empedrado que llevaba
al cementerio.
Don Alfonso, devoto y pecador a proporciones similares, amigo
del vicio y aliado de Dios, depravado y beato, tan distinguido,
tan riguroso, la pulcritud exterior, la mugre del alma. Don
Alfonso caminando como su linaje dicta, la gentileza señorial,
el paso firme, la mirada al frente, los ojos que hace apenas una
hora fueron inquisidores con los súbditos ahora se muestran
dóciles y resignados ante la imagen de Jesucristo en el altar
mayor de la Iglesia de Santa Brígida. Contempla reproche en el
rostro de Jesús, solicita cierta indulgencia. Reza un
padrenuestro. Plegarias para el viaje al paraíso. Nunca miró por
el prójimo ¿El prójimo? Los otros, los campesinos, esos pobres
diablos que mantienen la tierra, como trueque de una mísera
manutención. La oración para encontrar acomodo en el reino de
los cielos.
Don Alfonso y Toño. Esa compostura arrogante que brota de la
estirpe, la sangre fluyendo por cuerpos de nobles, a lo largo de
generaciones. Hay hielo en la mirada que le examina riguroso. A
veces un gesto furtivo de aprobación, efímero, frío. También el
tono áspero, de desprecio, el reproche ante aquello que no le
gusta, mientras le siente cabizbajo, sin fuerzas para levantar
el rostro, la mirada oculta en un absoluto sentimiento de
inferioridad, que este labriego, Toño, trata de superar con
métodos groseros, la violencia con su mujer, Angelita, el trato
brusco a sus semejantes. La cadena de las debilidades. Los
eslabones de la inseguridad.
Don Alfonso y Angelita. Don Alfonso y el goce de la carne de la
campesina. Agarra el cacique con fiereza las nalgas húmedas de
ella, pellizca la piel, introduce su sexo, domina su espalda, le
invade, le estimula, le mantiene el rigor el olor que desprende
el pubis, agarra su pelo, grita puta. Llega al éxtasis. Se viste
y marcha de una manera irreflexiva. Es cuerpo de hombre y
máquina en fusión.
Suenan las campanas. Nueve de la mañana. Abandona el templo y
recupera la sobriedad, la mirada siempre horizontal, una
brusquedad militar en el andar que impone respeto, una
acatamiento inconsciente de los otros. Toma el camino de Las
Zarzas, pues hoy es ruta de santuarios. Se dirige a la ermita
del Corazón de Jesús, y no siente más que la presencia de la
noche gélida, nebulosa, de algunos ladridos de mastines lejanos,
siente el olor de la leña ardiendo que traen los vientos y le
resulta agradable. De repente parece apresurado por el tiempo, y
toma presteza en coger las llaves, abrir la puerta del
santuario, la casa de Dios. Será un incidente místico, un deseo
contemplativo. Sentir la llamada del Padre.
Don Alfonso y Marcial. Marcial no es hombre en sus cabales, rudo
como sus aperos de labranza, apela a uno de ellos, porque sabe
de los motivos de Toño, y porque no le son a él ajenas sus
propias circunstancias. Las cachetadas, la rigidez del anillo de
oro en la mejilla, el rostro siempre somnoliento, apesadumbrado,
implorando una absurda exculpación, la burla señorial ante su
palabra enrevesada, los castigos en la cuadra, las moscas, el
estiércol.
Alza la hoz. Hay un clamor de pena y violencia en el aire. Grita
cabrón, se abalanza sobre él, le hace una cruz inexacta, se
desgarra la carne, se abre el estómago, se agotó la vida.
Huye campo a través. Huye hacia ninguna parte a vagar por su
perdición.