Después de los Novísimos, la poesía del intimismo tomó de nuevo
auge y el tema de la sentimentalidad reverdeció hasta dar buenos
frutos en distintos libros de poemas que han ido de la hondura a
la anécdota. Precisamente esta vertiente ha ganado quilates en
muchos poetas que han aunado esa realidad, depurada de cualquier
realismo social o ribetes decimonónicos neorrománticos, con la
elegancia del verso sometido a una métrica de verso blanco, o
bien con algunas composiciones rimadas, como en este caso que
nos ocupa.
La poesía lírica de Víctor Jiménez, del que ya hicimos en esta
misma sección una reseña a su Taberna inglesa, está en esa
tendencia de poesía que busca en los entresijos de la conciencia
la revalorización de la memoria, como dice su prologuista
Fernando Guzmán Simón. Un ejemplo de ese tema lo tenemos en el
poema que da entrada al libro y del que son una clave estos
versos: “Hoy, sentado en el íntimo umbral de cada tarde, / bajo
el cielo aterido y tordo de noviembre, / para olvidar que el
tiempo también tiene su prisa, / en las cálidas olas del ayer
mis ojos hundo...”
La introspección siempre ha sido un recurso esencial del poeta.
En este caso, Víctor Jiménez incluye en el álbum de sus
vivencias poetizables algunas que pueden parecer triviales como
“Las agujas del tiempo” y “El poeta circula hacia el ocaso”, o
bien el poema de tono casi conversacional como “Cuando anochece”
en contraste con el rigor de autoanálisis de “El poeta”, o
“Desesperanza”, en que la vibraciones poéticas son de más fuste:
“Desde que la palabra adiós es una herida / abierta en mi
esperanza por tus labios, / adicto a la amargura me confieso. /
Amigo de la niebla y de la lluvia. / Compañero leal de la
hojarasca. / Nunca una flecha regresó a su arco.”
Una veta de romanticismo atenuado y con colorido urbano
atraviesa la poesía de este libro como una agenda sin fechas de
idas y venidas por la experiencia diaria. Los lugares comunes
están salvados gracias a un oficio que se deja ver como una
estructura básica sobre la que se asienta un corpus de historias
no necesariamente hilvanadas por un argumento veladamente
novelesco.
El poeta, fiel a una tradición andaluza que quiere fundir lo
vivido con lo imaginario, sin olvidar el aparato retórico puesto
al día heredado de pasadas generaciones, no desdeña el verso de
arte menor, del que aquí hay buenas muestras entre la contención
y el recreo en la propia intimidad: “Como buque en la niebla, /
navego en el pasado / y en sus sombras me hundo / ahora, muy
despacio, / hasta encontrar al niño / de apenas quince años /
que sin darse ni cuenta / se fue haciendo muchacho, / que acaba
de estrenar / los besos, el encanto / de la noche... Ya sabes, /
el tiempo entre los labios...”
El poemario oscila entre la sobriedad y el intenso colorismo,
atmósfera de elegía y entusiasmo vital que se reviste de una
melancolía literaria bien llevada hasta la consumación del
poema, como fragmento a fragmento de una vida que se sumerge en
lo temporal sin horizontes trascendentes (al menos, definidos),
pero con un fondo de “cántico de luz que entre las sombras /
disipe con sus haces esta niebla / y alumbre con su voz mi noche
oscura.”