“Silencio en la noche
ya todo está en calma
el músculo duerme
la ambición descansa..."
Carlos Gardel
¿Cómo no acordarme? Fueron tiempos sagrados y milagrosos en que
el mundo giraba exclusivamente para mí.
Cada paso que daba era una aventura prodigiosa. Mis padres me
protegían con orgullo y ternura y aprendí rápidamente a utilizar
mi curiosidad, investigando los asombrosos misterios de las
cosas que hicieron de mi temprana existencia la experiencia más
asombrosa que habría de vivir.
Caracol caracol
saca tus cachitos al sol.
Eran pequeñas cúpulas labradas en madera frágil y barnizadas por
el rocío. Con sus cuatro minúsculos tentáculos coronando las
delicadas y enigmáticas joyitas, los caracoles majestuosos
desfilaban por el jardín de mi infancia, dejando una estela de
plata a su pasar. Creo que fueron mis primeros amigos, los
espléndidos caracoles.
En esos tiempos frescos y luminosos en que cada cosa jamás
estaba en su sitio, podía contar con ellos. Sabía que siempre
estarían esperándome.
También contaba con mi padre y mi madre. Ellos me amaban y eso
lo sentía como algo bueno y acogedor. Era reconfortante ver a mi
padre trabajando en su taller de carpintería, siempre sonriendo
con su pipa colgando de la boca. Y a mi madre tendiendo sábanas
blanquísimas a la brisa, cantando "La Cumparsita" a todo pulmón
bajo el sol de una profunda mañana de diciembre.
"Si supieras que aún dentro de mi alma
Conservo aquel cariño que tuve para ti..."
Me fascinaba vagar por entre los poderosos nogales que rodeaban
nuestra casa y observar a los gorriones que anidaban en las
ramas cuando la primavera irrumpía de súbito y orgullosa en el
jardín. Ya más adelante treparía a esos árboles nobles y dejaría
gusanos y migas de pan en los nidos jugando a ser el viejito
pascuero.
A veces caían avecillas nuevas y yo las recogía con sumo
cuidado, las atendía y alimentaba hasta que morían. Y ya aún mas
adelante en el futuro, siendo adolescente, las mataba con
fruición con el flamante rifle de aire que mis padres me
regalaron una premonitora navidad.
Pero todavía estaba muy lejos de imaginar que un día iba a
atravesarle el estómago con mi bayoneta a un soldadito pequeño y
aterrorizado como yo, y que este gritaría "¡Mamá!" antes de caer
en el lodo cubierto de cadáveres.
Si. Así, un día cualquiera, precipitadamente y para siempre,
puede terminar la alucinación de la niñez.
Como todo muere, mis padres lo hicieron también en silencio
cuando cumplí los veintiún años de edad. Yo venía llegando de
una guerra masiva y desalmada convertido por supuesto en un
monstruo.
Los enterré en el patio trasero de lo que quedaba de nuestra
casa, escupí al cielo con menosprecio y me sentí desolado y
enfermo como esas avecillas que caían del cielo.
Vagué interminablemente por los escombros de la ciudad con mi
fusil muy cerca de mi corazón, buscando no sabía que. Sentía que
el universo entero se había transformado en un cementerio donde
hordas de almas solitarias, hambrientas y temerosas
deambulábamos sin destino recogiendo coles y patatas de las
cenizas. Dormíamos en las tristes cáscaras de los otrora
vanidosos rascacielos puentes y palacios.
Los maestros en la escuela siempre nos señalaban que el ser
humano, de todas las criaturas, es el animal con más capacidad
de sobrevivencia y adaptación. No sé de donde ni como
reaparecieron el sol, la luna y las estrellas.
Las calles y los edificios fueron lentamente reconstruidos y el
viento dulce y libre de vicios brotó a borbotones desde las
fieles montañas sanando por un tiempo nuestra locura colectiva.
Volví mansamente y sin fusil a mi casa destruida, a mi jardín y
al canto lejano y fantasmal de mi madre.
"Yo adivino el parpadeo
de las luces que a lo lejos
van marcando mi retorno.
Son las mismas que alumbraron
con sus pálidos reflejos
hondas horas de dolor..."
Inspirado por el recuerdo de mi padre, su martilleo y su aroma a
maderas, fui armando poco a poco el rompecabezas de mi hogar.
Trabajé cinco años en la soledad más absoluta. Iba puntualmente
todos los días a las siete de la tarde a bañarme y comer en los
campamentos de la Cruz Roja y luego daba un paseo nocturno por
la ciudad ya nuevamente maquillada y coqueta.
Como aún no existía el dinero, un vaso de cerveza o de vino era
ofrecido gratuitamente todas las noches por el nuevo gobierno de
El Presidente.
Y en la centenaria y oscura taberna "El Vagabundo Feliz" conocí
a un ser maravilloso que me arrebató de la soledad regalándome
nuevamente mi vida.
Yo había violado a hembras durante la guerra. Era parte de la
estrategia para desmoralizar al enemigo pero también un
inspirador botín para los soldados. Nuestros oficiales y
dirigentes medían nuestro compromiso y heroísmo por la cantidad
de violaciones a nuestro haber. Ellos también lo hacían más
elegantemente ocultos en sus búnkeres y fortines.
Pero el bendito acontecimiento de ser consolado de las
desdichas, absuelto de los pecados y codiciado por una mujer me
transportó a una serena realidad aún no conocida. Esa misma
noche me la llevé de la mano a vivir conmigo y ya al día
siguiente colgaban delicadas cortinas rosadas en las ventanas y
avecillas alborotadas tomaban baños de luz en las posas de sol
en el jardín.
Me purificó con sus ojos mañaneros y me domó con su cuerpo
generoso. Me enseñó los verdaderos secretos y significados de
las estrellas que contábamos por la noche. Yo le mostré a mis
amigos los caracoles y recogíamos las avecillas caídas para
volver a ponerlas en sus nidos. Nos amábamos en las madrugadas
mientras los roqueríos de las playas nos protegían cual
guardianes descomunales. Nos alimentábamos de exóticas criaturas
multicolores que el mar nos ofrecía con ternura. Y bebíamos
aguas afrodisíacas de las fértiles vertientes que brotaban de
las colinas exclusivamente para nosotros.
Reíamos.
En realidad no lo había hecho desde mi infancia. Reíamos juntos
y bailábamos con ternura los melancólicos tangos que llegaban
desde algún misterioso país lejano, cansados y crujiendo, a la
vieja radio de mi padre.
"Criollita de mi pueblo, pebeta de mi barrio
la golondrina un día su vuelo detendrá..."
Y mi golondrina detuvo para siempre su vuelo una silenciosa
tarde de verano.
Construí un ataúd de madera de pino y la enterré al lado de la
tumba de mis padres.
Nuestro hijo de apenas dos años de edad lloraba
desconsoladamente porque yo también lloraba desconsoladamente.
Y así se nos pasó el tiempo intransigente hasta que un día abrí
los ojos y el niño estaba en mi taller aserruchando y
martillando cual carpintero virtuoso.
Fumaba de mi pipa y se rascaba la barba y los bigotes cubiertos
de aserrín. En la cocina una adolescente de cabellos negros y
ojos azules producía aromas y vapores exquisitos.
Me levanté de mi sillón milenario dejando para siempre en sus
almohadones mis lágrimas ya secas y me dispuse a vivir
nuevamente.
La ciudad estaba irreconocible con sus rascacielos prepotentes,
sus luces tricolores y sus esquinas pobladas por seres
violentos.
Gigantescas pantallas multicolores colgaban de los edificios
exaltando agresivamente a las multitudes a comprar y a votar por
El Padre o por El Presidente. Los magníficos y majestuosos
árboles de las alamedas y las íntimas y amistosas placitas
habían sido desplazadas por monstruosas construcciones de vidrio
y metal, en cuyo interior habían ciudadelas que imitaban
exactamente lo que ocurría en el exterior. Y la bulla, cruel y
ensordecedora que había reemplazado brutalmente el silbido del
viento, el canto de las aves, el susurro del mar, el cálido
murmullo de las conversaciones y el silencio de los caminos.
El Padre, un general de ejército muy popular por sus triunfos en
la guerra, tenía ahora al país en su bolsillo. Pero quería más.
Tenía grandes ambiciones políticas, visiones de un imperio
global. Necesitaba si consolidar su posición de dirigente máximo
ante el mundo entero mediante un evento electoral grandioso y
definitivo que derrotara para siempre a su rival El Presidente.
"Caminito que entonces estabas
bordeado de trébol y juncos en flor
una sombra ya pronto serás
una sombra lo mismo que yo..."
Recuerdo que esa noche soñé con mi golondrina. Me tendía sus
manos y me invitaba a ir con ella.
Mi hijo y su mujer tuvieron dos mellizas que con el tiempo
aprendieron a quererme. En un comienzo me temían y lloraban cada
vez que veían a este viejo loco y peludo vagando por el jardín
cazando mariposas o deteniéndose a hablarle a las tumbas ya
cubiertas de musgo y tiempo.
Mi hijo y su mujer trabajaban día y noche en la carpintería, y
sintiéndose solas y abandonadas como yo, las mellizas venían a
mi y yo les contaba acerca de mi niñez, de mi golondrina perdida
y de las avecillas caídas que yo consolaba en sus agonías.
Un día amanecí muy muy viejo. Entonces mis nietas ya convertidas
en dos mujercitas hermosas me ayudaban a salir de la cama y me
sentaban en mi sillón frente al televisor. Me interesaba ver los
noticiarios y seguir el proceso electoral.
Más adelante me trasladé al viejo dormitorio mío y de mi
golondrina desde donde podía vigilar su tumba, oler los últimos
resquicios de su perfume e intentar ordenar mis tantos recuerdos
desarmados.
Un atardecer largo y cálido como un desierto yo estaba
escribiendo estas memorias cuando las mellizas irrumpieron en mi
cuarto con lágrimas en los ojos. Yo entendí inmediatamente.
Lloramos juntos . Yo creía que había perdido mi habilidad de
llorar de pena. Mi hijo entró en silencio vistiendo mi viejo
uniforme de partisano. Con una ametralladora colgando de su
hombro izquierdo me dio un profundo abrazo. Y se fue, así no
más, con su mujer y sus hijas a las montañas.
Y nuevamente comenzó la matanza y la locura colectiva. Mi casa
fue ocupada por las tropas azules de El Presidente. Eran niñitos
pálidos y asustados. Me dejaron en paz en mi cuarto y me traían
el desayuno y la cena puntualmente. Salían a hacer sus terribles
crímenes por las noches.
Volvían ebrios y ensangrentados en los crepúsculos. A veces
traían en sus hombros a algún cadáver azul. Otras veces traían a
prisioneras a quienes violaban y torturaban para luego lanzarlas
a las calles incendiadas como si se tratara de perras
extraviadas. En medio de la gran orgía de terror se escuchaban
las voces ocultas El Padre y El Presidente en la radio. La
televisión sólo mostraba imberbes películas desteñidas de Elvis
Presley.
Y luego todo fue interrumpido nuevamente por el siniestro
silencio de la derrota de todos.
Ahora después de un año de soledad infinita, en esta mi pobre
habitación, escucho una vez más los entusiasmados quehaceres de
la reconstrucción. El Padre y El Presidente han hecho un pacto
de colaboración y amistad.
Ahí los veo mi pantalla de televisión, relucientes y sonrientes
cual comercial de dentífrico. De mi hijo y su familia solo el
lejano y frío rumor de las montañas. He sobrevivido lamiendo
como una rata arrinconada las pocas raciones que dejaron los
soldaditos.
Pero ya estoy muy cansado y le temo a la vida. Mejor será salir
al jardín con mucho cuidado y tenderme a dormir entre los lirios
que cubren la tumba de mi golondrina. Alguien por ahí se
encargará de apagar la luz y cerrar la puerta para siempre.
"Acuden a mi mente recuerdos de otros tiempos
de los buenos momentos que antaño disfruté
cerquita de mi madre santa viejita
y de mi noviecita que tanto idolatré..."