Ilustración de Maritza Álvarez
Villa Alemana, Chile
Un amor me sorprendió desprevenido en mi temprana infancia.
Tenía aproximadamente seis años de edad cuando en el colegio
conocí a Soledad. Era alumna nueva. La profesora la sentó a mi
lado y en ese instante milagroso algo inesperado y perturbador
ocurrió en mi vida: desde que me sonrió y me preguntó mi nombre
y me dio la mano, jamás volví a ser el mismo de antes.
Sin tener realmente a quién pedirle consejo acerca de este
fenómeno tuve que dejarme guiar por mi intuición: me había
enamorado.
Yo jamás había pensado que amar sería tan doloroso y confuso. No
podía concentrarme en clases, hacer mis tareas, jugar con mis
amigos, comer o dormir. Lo único que me calmaba era estar cerca
de ella. Y armándome de valentía y valor, se lo dije...
Para mi sorpresa y profunda alegría, Soledad me confesó que a
ella le sucedía exactamente lo mismo. Y sin saber que hacer con
nuestro amor decidimos solemnemente que nos casaríamos cuando
fuéramos adultos y que hasta entonces jugaríamos siempre juntos.
Esto ocurrió en la década de los cincuenta en la ciudad de
Birmingham, estado de Alabama, USA.
Y cuando mis padres decidieron irse a vivir a Santiago de Chile,
nuestro universo se derrumbó estrepitosamente cual castillo de
arena.
Más de medio siglo ha transcurrido ya desde nuestra despedida.
No ha habido un solo día sin pensar en ella. Soy ahora un viejo
contento y la vida me ha regalado una suculenta porción de
problemas y alegrías, hijas y amigos. Y amores para siempre.
Pero jamás como Soledad.
Hoy iba caminando por mi barrio, la Calle Larga de Valby, con mi
bastón y mi perro, cuando una hermosa mujer de aproximadamente
mi edad se me acercó y me dijo "Ian, espera... no te acuerdas de
mi?".
Una profunda serenidad me invadió la existencia. Era ella. Yo
sabía que tendría que ocurrir un día. Su aparición no me
sorprendió porque yo la estaba esperando.
Nos sentamos en un banco de la plaza. Soledad parecía tener
prisa. Me dijo "...voy a cumplir ya sesenta años de edad, Ian.
Soy feliz como tú. Vengo de Birmingham a verte por última vez
porque me estoy muriendo. Estoy muy enferma. Jamás he dejado de
amarte y si tu aún lo quieres, te propongo que cumplamos nuestra
promesa de niños, casémonos!"
Reímos y lloramos y volvimos a reír. Ella me pidió que le
mostrara mi barrio, mi ciudad, mi vida, todo.
"Te voy a mostrar mi vida, Soledad".
La Calle Larga de Valby estaba bullendo de milagros. Tanya, la
hechicera de Constantinopla estaba sacando planetas y soles de
las nubes y Pedro Sotomayor, el malabarista chileno, jugaba
football con ellos. Los hermosos y brutales hombres vikingos
exhibían sus relucientes escudos y armas de hierro mientras que
las mujeres recitaban versos de Pablo Neruda a los transeúntes.
Fátima, Amira y Adeba y todas las otras niñitas somalíes sacaban
música multicolor del aire y Per, el organillero finlandés,
producía sombras de cristal cada vez que giraba su manivela.
Luego fuimos al famoso Café Ciré, donde Piérre, el célebre
garzón francés nos saludó con amables "Sa va, monsieur Ián,
madame. Tres bien, tres bien...bienvenue...". En el pequeño
escenario cantaba el fantasma de Sitting Bull y en torno al bar
las siluetas de Kirkegaard, Kafka y Kandinsky discutían
solemnemente. En fin, la eterna rutina del Café Ciré, que a mi
ya no me sorprende pero que fascinó a
Soledad.
Al día siguiente cumplimos nuestro juramento. Fuimos a la
Iglesia de Valby, donde un querido amigo mío, el pastor Hans C.
Andersen, nos casó.
Pasamos nuestra luna de miel conversando. Me habló de su
cercanía con la "muerte". "Porque yo ya tengo mi alma allá", me
dijo misteriosamente. "En el universo".
Al amanecer del tercer día me susurró "Debo irme, Ian. Sé que
seguirás siendo feliz. Te estaré esperando..."
Nos despedimos con un profundo beso y se fue caminando por La
Calle Larga de Valby hasta desaparecer en el horizonte.
En ese instante el mundo pareció desparecer nuevamente bajo mis
pies. Hasta que comprendí.
Sin perder un minuto más y con mi uniforme escolar y mis libros
destartalados bajo el brazo corrí a alcanzarla. Le regalé una
manzana y nos fuimos caminando tomados de la mano hacia el
colegio.