Y al final, ¿para qué sirve ir matando demonios con las luces
del alba?, ¿para qué las montañas de sudor y hambre, para qué
los laberintos de caminos difíciles, para qué la lucha, la paz o
la rendición del suicidio?
Hilos esdrújulos van tejiendo sombras en las luces, y los
marrones han ido apoderándose siempre de los blancos: payasos de
papel para jugar a redimir dolores con sus disfraces.
(Nadie te ha sabido explicar cómo se reparan los sueños rotos, o
por dónde se pueden hilvanar los desgarrones antiguos sin que
las cicatrices no supongan más sangres ni tristezas. Nadie te ha
podido descubrir qué significan las ausencias y los miedos)
Quizás el humo, la carencia de aguijones agudos que te laceren,
la sonrisa que se pierde detrás de un beso, puedan ser antídotos
necesarios para acallar los interrogantes.
Quizás el pecado sea, tan solo, creer que el pecado existe, y
que el infinito no sea solo un tiempo, sino, sobre todo, un
espacio donde purgar alegrías y tristezas.
Porque el amor –el amor, sí- es un infinito donde residir las
dudas, y solo el amor puede hacer soportable el largo precipicio
en el que los fantasmas se aglomeran antes de repudiar el mundo.
Sólo el amor es capaz de hacer finito el infinito.