Estimada señorita:

Imagino su sorpresa cuando lea estas palabras envueltas en cobardía, y que serían motivo de escándalo y tormento para mi familia y futura esposa, pero estaban mis intenciones fluyendo en el desasosiego de mi mente, cuando percibí con vigor la necesidad de satisfacer mis deseos encaminados a que sus ojos lean estas líneas.

No soy yo hombre aficionado a visitar burdeles, ni con ello pretendo amonestar o detestar los continuos trasiegos de las casas de citas, que cada uno ha de obrar libremente y hacer en su vida lo que le venga en gana, siempre, reitero, que exista libre capacidad volitiva, aunque el escritor de esta carta no sea claro ejemplo de ello. No obstante, la circunstancia de no ser asiduo a los intercambios de dinero por el goce de la carne, no me exime de haber obrado alguna vez en esta dirección, y no tengo reparos en confesar mis tres entregas a debilidades y vicios de eso que llaman casas de mala reputación.

De lo anteriormente expuesto poco guardo en el recuerdo, salvo la experiencia de que tan efímeros son los deseos y los ardores pasionales que apenas sentía necesidad en la culminación de mirar a la cara a las mujeres que pagué, que para ese rato fueron contratados sus servicios y mi espíritu no encontraba motivos para prolongar con ciertos afectos o palabras, pues lo que compré quedó pagado, y evaporado.

Hubo una cuarta visita, la cual es razón de esta carta, si bien diferente rumbo tomó mi estancia, pues no me ofrecí a placeres sexuales, ni ninguna necesidad sentí de darme al libidinoso juego.

No se si me recuerda. Usted estaba en una esquina, muy solitaria, y austera en la mirada al entorno, mientras las otras mujeres danzaban y caminaban pomposas entre los clientes, con un aire muy femenino y muy complaciente. Había un aura muy diferente en su rincón, una atmósfera nostálgica y de pesadumbre que poco encajaba en aquel lugar donde todo era ficción y negocio. Yo me evadí del ambiente y dirigí mi atención hacia su posición, donde apenas llegaba la densa humareda, y las risas y las voces apenas distraían. Me deslumbraba poderosamente aquella escena. Tenía usted los ojos más hermosos que contemplé en mis años de vida, dos estrellas verdes arrastradas hacia la melancolía, profundos de mirada, lacrimosos y sinceros, tristes y envueltos en frescura, como su piel aterciopelada de muchacha joven navegando en los mares de la infelicidad. Atrapado por aquel espectáculo de la naturaleza, a continuación me detuve en otros rasgos que no perdían la sintonía de la belleza, y pensé que era afortunada, porque parecía usted brotada de las manos de un escultor en búsqueda de la hermosura, si bien algo había en su rostro, de estrella errática, de sufrimiento en su caminar sin rumbo, de lamento por el pasado, de desdicha arraigada, que me mostraba una mujer desgraciada.

Desconozco su historia, los imprevistos y las circunstancias que trajeron su presencia a estas tierras donde solo hay ricos y pobres, que por aquí no se conocen condiciones de clase media, que a muchos les sobra el pan y a otros no les llega, y más concretamente, ignoro las causas y pormenores de su entrada en el gremio de las mujeres de la vida, pero su imagen me otorgó una serenidad nunca antes encontrada en la cara de una mujer, como si toda mi vida anterior se hubiera difuminado por esos momentos que descubrían su rostro por primera vez, y hasta osé pensar que había yo nacido para contemplar esa estampa.

Soy el hombre que avanzó como impulsado con una fuerza mágica hacia su posición y le ofreció un cigarrillo que usted rechazó educada y tímidamente. Tenía dos libros sobre la mesa, supongo porque mataba el tiempo leyendo y mirando a las muchachas. Uno era El Retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde y otro, Dublineses, de James Joyce. Fue entonces cuando me decidí a hablarle y surgieron un par de furtivos comentarios que nunca antes había hecho pero eran parte de mi pensamiento. Le dije que Wilde había sido un genio que sufrió por amor, pero es lo que conlleva el juego de los valientes y de los hombres entregados. También que si Dublín despareciera se reharía con las historias de Joyce.

Soy un hombre que vive en la angustia porque acata los motivos de las gentes de alto linaje y contraerá matrimonio porque así se ha decidido, aún a pesar de no amar a la mujer de su enlace, pero es boda de intereses que me dará dinero y me negará el amor.

Soy un hombre cobarde porque temo las represalias de mi negativa a tal pacto de conveniencia, y lo asumo con el silencio de la sumisión.

Soy un hombre que frente a sus ojos sintió el sabor amargo del resto de su existencia, poco antes de percibir la dramática y extraña sensación de que mis ojos habían estado buscando los suyos durante toda la vida, y a Dios pido que algún día, por muy lejano que sea, mis manos encuentren las suyas.





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