Hubo dos acontecimientos en mi vida que marcaron el resto de mi
existencia, ambos procedentes del irreflexivo destino y la cruel
naturaleza, que reitero, fijaron nuevos rumbos en el caminar de
esos tiempos con ausencias. Ambos ocurrieron en el mismo año
fatídico, con la desgracia triunfante y la pena brotando como
una mala hierba de dolor. Ni me explayaré en los sucesos
acontecidos, por la angustia que pudiera traer consigo la
recreación en el drama, ni seré breve porque acostumbro a no
evocar resquemores ni aún de manera efímera. Y porque el interés
de la historia radica en los hechos posteriores.
Había una señora de nombre Angustias, que debía tener buen
instinto y agudeza visual para captar a gente débil o de
fatalidad reciente, y no tardó en percatarse de las señales
nostálgicas y enfermizas de mi rostro, una mañana que estaba yo
sentado en un banco del parque mirando a los patos, con una cara
que ha de ser similar a la de los condenados a muerte o futuros
suicidas. Se me acercó la mujer, con sus ojos ovales, como de
pez, rolliza y morena como una jabata, y con un incipiente
bigote semejante al de un adolescente, y quiso con pocos
preámbulos, salvo el de la conversación meteorológica y el breve
saludo, que fuera yo en procesión a los prados del norte de
Madrid, pues había allí apariciones marianas y tenía ella
poderes visionarios y de comunicación, y tan buena sintonía con
la Virgen María que recibía mensajes sobrenaturales y había
adquirido capacidades curativas y maneras de santa, y estaba en
el mundo por imposición divina, siendo pocos los elegidos por la
divinidad pues no toda la gente vale para asumir los cometidos
celestiales. Sabía la señora donde había puesto sus ojos de
besugo y tenía clara conciencia de que poco valía para mi la
vida, y no dudaba acerca de mi futuro como fiel a la Cofradía de
Milagros y Mensajes de Angustias la Santina.
Y más por curiosidad que por otra cosa, pues soy escéptico en
estos temas –y en casi todos-, acepté su convocatoria la mañana
del sábado a montar en un autobús en la Avenida de América para
acudir a su cita con la Virgen, que tenía por costumbre abrir un
hueco en su inmaculada agenda para estar dos días al mes en
aquel prado bucólico con aromas de flores silvestres y
excrementos vacunos. Según aprecié en relación al entorno de tal
procesión, se abrían camino las siguientes circunstancias:
1. No era demasiado buena la naturaleza física de aquellas
gentes arrastrando los pies por el prado, abundando la presencia
de rostros indefensos, manos temblorosas, respiraciones
asmáticas, bocas abiertas, y otros rasgos más aliados de la
enfermedad que de la buena y sana apariencia.
2. La edad media de los congregados giraba en torno a los
setenta años, pero había uno con voz áspera y ronca, que bien
podía ser nonagenario. Tenía la cara roja de un tabernero
irlandés y síntomas en el pulso y las venas de las manos de
haberse pasado media vida bebiendo y la otra mitad sumergido en
la resaca. Incluso en aquel momento sus andares eran levemente
tambaleantes, supongo que por vejez, pero el aliento emanaba los
olores de un desayuno etílico. También había una mujer joven, de
nombre Alicia, que tenía una tristeza muy atractiva, como de
reposo de llanto extinguido, que dejaba unos ojos serenos y
húmedos del color de las aguas caribeñas. Parecía culta, y
demasiado lista para estar allí, pero de todo hay en los
dominios del mundo. Busquen toreros japoneses, enanos
hermafroditas, belgas suicidas atrapadas por el fanatismo de
Al-Qaeda, analfabetos dirigiendo multinacionales, ancianas
circenses, poetas nazis, viejas campesinas viajando errantes por
el mundo, visionarios de ángeles, y doy fe de que en alguna
parte los encontrarán.
3. El silencio era la nota predominante, antes de que comenzarán
las oraciones y la visiones, a excepción del nonagenario que
hablaba solo y repetía cada quince segundos la expresión Virgen
Santísima.
4. La señora Angustias hacía el camino a la higuera de las
apariciones con las manos en posición de rezo, aunque de vez en
cuando distraía sus plegarias para ponerse de rodillas y besar
el suelo, acto imitado por los demás congregados. Una vez
levantados, se daba lugar a una extraña oración, en la que todos
participaban. Virgen misericordiosa líbranos del pecado y
concédenos cobijo celestial. Virgen te amamos y te veneramos y
llevamos tus lágrimas en el corazón. Virgen arropa nuestras
penas y protege nuestras almas, pues tuyas son y a ti serán
entregadas. Virgen alumbra lo que nos queda de vida y danos
pronto la dicha de contemplar tu luz.
5. Alcanzada la famosa higuera, donde nos aguardaba la Virgen
María, la señora Angustias miró al cielo y empezó a lloviznar.
Varias personas, entre ellas el viejo que iba camino del siglo
de edad, interpretaron aquello como lágrimas celestiales, dignas
de veneración, y hubo quien fue más allá y dijo que contemplaba
las siluetas difuminadas de dos ángeles anunciando la llegada de
María, que uno iba más retrasado y debía ser negro por la
oscuridad de la sombra. Otro asintió, y se expresó en los mismos
términos. El segundo es muy oscuro. Yo diría que bruno. Y
desciende más lento.
6. A continuación la visionaria, que nada afirmaba ni desmentía
en relación a los querubines cerró los ojos e inició la previa
concentración a la entrada en trance. Aspiraba suave y
lentamente y volvía a abrir los ojos en una serena expiración.
De vez en cuando se santiguaba y fijaba la mirada en el tronco
del árbol, y lloraba como una plañidera en un velatorio.
Agotadas las lágrimas renacían los ejercicios respiratorios.
Llegó un momento en el que sintió que la Virgen le estaba
acariciando la cara y le hablaba muy cerca, susurros
sobrenaturales. Entonces con un hilillo de voz que causaba
cierto miedo por el tono infantil –como de niña resabida- y el
silencio que lo acogía, inició la transmisión de los mensajes.
- Respetaos y amaos, y seréis acogidos en el reino de los
cielos.
- Rezad para que el amor y la paz sean las estrellas que
alumbren vuestro camino.
- Cuidad de los niños, pues ellos son el futuro y han de ser
guiados con sabiduría y bondad.
7. Acto seguido cayó redonda sobre la hierba y todos se
congregaron alrededor. Uno a uno fueron besando la frente de la
señora Angustias, que decía sentirse deslumbrada por la
intensidad de la luz emanada por la imagen de la Virgen María,
etérea sobre el grupo. Estuvo así cinco minutos, hasta que
aseguró contemplar la lenta ascensión de María. Entonces fue el
nonagenario quien dijo ver el vuelo del ángel negro dirección al
este, y uno de los visionarios anteriores expresó su conformidad
al comentario del anciano. Y contó que el ángel blanco había
marchado un poco antes, tras un par de vuelos acrobáticos a unos
treinta metros de altura, rumbo al sur.
Fue en aquel momento cuando busqué los ojos de Alicia, perdidos
entre el tumulto. Mientras trataba de encontrar su rostro,
reflexionaba acerca de los episodios acaecidos, divagaciones
entre el fanatismo, las creencias férreas, la locura, la
tomadura de pelo y el timo. La señora Angustias ahora rondaba
con una cajita de mimbre reclamando la voluntad monetaria, y
recordando el próximo evento de esta naturaleza. Alicia y yo
apenas percibíamos su gruesa silueta desde la lejanía.
De la segunda parte de narración, les contaré que Alicia y yo
pasamos juntos el resto del día, gracias a la cabeza visible y
principal alma de la Cofradía de Milagros y Mensajes de
Angustias la Santina, que había recibido encargo Virginal de
paliar amarguras a una joven indefensa en el pozo de la
calamidad y los infortunios, que era estrella errática al igual
que quien les narra esta historia. Ambos fuimos guiados por la
curiosidad y la debilidad que trae consigo la desgracia. Y como
consecuencia de ello, pudimos conocernos y aprendimos a vivir
con las ausencias.
Todo ha ido bien, en base a nuestras afinidades, y las maneras
similares de encauzar nuestras pérdidas. A las dos semanas se
vino a vivir a mi alcoba de Chamberí, y pese a diferencias
triviales, no hay problemas de peso, salvo que ella es ser más
intrigado que yo, y de vez en cuando le desvela la idea de tomar
parte en otra peregrinación a otro prado, o a un monte donde de
vez en cuando alumbren luces sobrenaturales. Yo trato de
disuadir sus intenciones, y afronto las razones desde mi
pragmática opinión, pero ella quiere darse una segunda
oportunidad y va teniendo más consistencia su intriga frente a
mis motivos. Y eso sería ir por mal camino.