El cuento, a modo de argumento justificativo, lleno de mentiras
y medias verdades, es siempre el mismo: acercarnos y parecernos
cada vez más a los países punteros de Europa.
Y como no era bastante con la Ley Antitabaco de 2006,
prohibiendo fumar, no sólo en establecimientos y servicios
públicos y sanitarios, sino en los de hostelería y ocio -donde
se permitía la excepción a los bares a criterio de los
propietarios-, la señora Ministra de Sanidad, con declaraciones
tan peregrinas y absurdas como éstas: "...no se está cumpliendo
la normativa...", "...más del 70 % de la población pide que
fumar se prohíba totalmente...", "...los establecimientos que
hicieron obras para adaptar sus locales a la Ley apenas son un 1
%...", pretende una ampliación de la ley del tabaco derogando
todas las anteriores excepciones e imponiendo la prohibición
total de fumar en todos los establecimientos.
Personalmente -y aunque fumo desde aquellos tiempos en que todo
eran facilidades-, opino que el tabaco no es bueno ni
aconsejable, y así lo he manifestado y publicado en diversos
artículos. Pero no debemos olvidar que es un producto sumamente
adictivo al que, una vez acostumbrado, es muy difícil renunciar.
En la mayoría de los casos, el fumador empedernido necesitará
-además de razones y argumentos con más entidad que los actuales
para convencerlo- una asequible y eficaz ayuda médica,
acompañada de un buen tratamiento psicológico y, sobre todo, de
tiempo para, si no a la primera, conseguir dejarlo
definitivamente en sucesivos intentos. Por eso me parece
demencial -una bien poco meditada acción, rozando la cacicada e
impropia de quienes pregonan transigencia, igualdades y
libertades- que se pretenda imponer una ley represiva impidiendo
tajantemente el uso del tabaco en lugares dedicados precisamente
al esparcimiento y la holganza, tales como bares, cafeterías,
tascas, chiringuitos, etc.
Tampoco debemos olvidar que hasta hace muy pocos años, con la
total complacencia del Gobierno, la publicidad del tabaco lo
llenaba todo, páginas de prensa y revistas, espacios
televisivos, grandes vallas publicitarias en ciudades y
carreteras, cines, campos de fútbol, competiciones deportivas y
todo cuanto fuera susceptible de pregonar sus variadas marcas. Y
es que, desde 1518, cuando el misionero español Romano Ponce
-según algunos autores- o el veedor del rey, historiador y
naturalista Hernández de Oviedo (Fernando de Oviedo, según
otros) trajera a España algunas plantas y semillas de esta
solanácea, todos los gobernantes han tenido en este vicio del
pueblo un magnífico y lucrativo negocio. Tan es así que ya en
1634 fueron creados los primeros estancos en Castilla y León y,
en 1707, en todo el territorio nacional. Un monopolio, o sea, un
producto irreemplazable y con un gran poder de mercado del que,
hasta la fecha, el Estado acapara para sí la mayor parte de sus
rentas mediante una altísima fiscalidad.
Obligado es decir que la persona que no quiera fumar ni aspirar
el humo de los cigarrillos tiene perfecto derecho a ello. Y
podemos considerar lógico que se preserve este derecho
prohibiendo el uso del tabaco en lugares comunes, centros
hospitalarios y establecimientos de salud, transportes
colectivos, tiendas y supermercados, oficinas de atención al
público, etc. Incluso, en los restaurantes, preservando -como
hace la actual ley- el derecho de los que quieren fumar y los
que no con espacios reservados para ambos.
Lo que es ilógico -repito que una cacicada- es prohibir su uso
en bares y establecimientos dedicados a la holganza, en sitios
donde la inmensa mayoría de clientes no busca otra cosa que
pasar un rato, distraerse, charlar con los amigos tomando unas
copas y echar un pitillo si les apetece. ¿Que entran algunos
clientes que no fuman? Pues que entren si quieren, pero sabiendo
que está permitido fumar -en la puerta se indica si dentro se
fuma- y, por tanto, deberá soportar el humo de los otros aunque
no le guste. Esta aceptación, que se llama transigencia,
condescendencia, tolerancia, es una virtud del ser humano que lo
identifica como respetuoso y con capacidad para aceptar las
ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes
o contrarias a las propias. La usamos a diario en grandes dosis
cuando tenemos que soportar cosas bastante más desagradables que
el humo de un cigarrillo. Léase el humo de los escapes de los
miles de vehículos que pasan cada día por nuestro lado -cien
veces más tóxico que el del cigarrillo-, las muchas molestias y
el insoportable ruido de las continuadas e interminables obras
urbanas, las pérdidas de tiempo en las larguísimas colas para
solicitar el DNI, pasaporte o cualquier otro servicio público, y
etc., etc.
La pretendida ley no sólo se salta a piola los derechos de los
que fuman y quieren seguir fumando en sus espacios y ratos de
ocio, sino también los de los propietarios de estos
establecimientos que, como se puede comprobar, son la casi
totalidad de los existentes. ¿Y cuál es el motivo de que sean
tantos los que permiten fumar en sus locales? Elemental: la
simple lógica. Y ésta no es, por supuesto, que ellos mismos
fumen, sino que lo hacen la mayoría de sus clientes. La
prohibición llevaría consigo, por mucho que digan lo contrario
la señora Ministra y sus secuaces, una inmediata o progresiva
disminución de la clientela que abocaría al cierre a la mayoría
de estos negocios. Miles, cientos de miles de estos pequeños
industriales que se quedarían sin su medio de sustento y
pasarían a engrosar las listas del paro.
Y aún nos queda una última cuestión: ¿quién vigilaría que esta
ley se cumpla?, ¿el propietario del local? En ese caso, tendrían
que investirlo de autoridad para que pueda pedir documentación e
imponer sanciones a los clientes más contumaces. De otro modo no
habría forma de hacer cumplir la norma, porque, ni estos
comerciantes pueden permitirse el lujo de tener guardas de
seguridad ni la llamada por teléfono a la policía local o
nacional surtiría efectos, ya que estos cuerpos no dispondrían
de efectivos suficientes para cubrir la demanda ni, lógicamente,
dejarían otras obligaciones más importantes para acudir a un bar
porque un señor ha encendido un pitillo.
La señora Ministra debiera considerar que, para parecernos a
Europa de verdad, se debería comenzar por lo más importante, por
lo que obliga la lógica más elemental, por hacer algo razonable
y efectivo para que las listas del paro en España no sean cuatro
veces más numerosas que las del resto de Europa; por aplicar sus
buenas intenciones en resolver ese gravísimo e imperecedero
escarnio que sufren muchos de los jubilados de este país, para
que tengan una pensión que, al menos, les permita vivir con
cierta decencia y acabar el mes comiendo todos los días; por
dedicar su indudable voluntad de trabajo en conseguir que los
mil euros que gana un español al mes se parezcan más a los tres
mil que gana por el mismo trabajo los europeos de allende los
Pirineos...
Como la señora Ministra y sus colegas de Gobierno saben, se
podrían añadir aquí tres mil cuatrocientas causas más -con
auténtica importancia social y económica- que habría que cambiar
para parecernos a Europa. Naturalmente, cualquiera de ellas con
bastante más complejidad -y necesitadas de capacidades en sus
ejecutores para llevarlas a la práctica- que unas sencillas
leyes restrictivas o coercitivas tales como la de "Se prohíbe
fumar". Resolver esas necesidades socioeconómicas -o al menos
intentarlo-, como también ya saben, es la única fórmula para que
un Gobierno permanezca en su puesto durante muchos años, querido
y aceptado por el pueblo y reelegido una y otra vez. Y entonces
nos preguntamos ¿Por qué no lo intentan? ¿Por qué, en lugar de
tanta campaña y publicidad y leyes antitabaco, no se esfuerzan
en dar a la sufrida, debilitada y desfallecida sociedad española
unos hálitos de salud?
No, no hace falta que respondan... Ya nos lo imaginamos.
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