La pequeña niña iba cantando por la calle, impecable como un
solcito recién lavado, saltando de alegría porque iba a juntarse
con su papá. Su hermosa cabellera en orden y su vestido blanco
impecable.
Era la primera vez que salía sola por la ciudad y tenía las
instrucciones precisas acerca de donde ir, donde cruzar, que
autobús tomar y donde bajarse. Debía hacerlo en la parada cerca
del hermoso Cementerio General.
Tenía siete años de edad. Su felicidad era inmensa y su
confianza en la humanidad era total. Había recorrido este paseo
muchas veces con su padre y conocía cada recodo, cada edificio,
las estatuas tiendas y supermercados.
Su padre le había dicho que ya era "grande". Que ya podía
caminar sola por el mundo pero que él igual la esperaría en la
parada final del autobús. Ella sentía un orgullo profundo de ser
"grande". Iban a comprar zapatos y luego a tomar helados con
torta en la pastelería La Sabrosa.
En el autobús iba observando a los pasajeros y se imaginaba sus
quehaceres diarios.
Esa señora es secretaria... ese señor es pintor... esa pareja
joven son enamorados... Dos pequeños de su edad le sacaron la
lengua. Ella sintió un dolor en la boca del estómago. Esa niña
es estudiante... ese viejo... el viejo se volvió a mirarla con
ojos acusadores y le hizo una mueca agresiva. La niña se sintió
un poco enferma y confundida.
Finalmente llegó a la parada donde su padre la estaría esperando
y se bajó del vehículo. Pero su papá no estaba.
Habré llegado demasiado temprano, o demasiado tarde? se preguntó
sintiendo un angustiante y apretado nudo en la garganta. Ya eran
las siete constató mirando el reloj de la iglesia. Su padre le
había dicho que iba a estar esperándola exactamente a esa hora.
Intentó distraerse observando las vitrinas de los negocios pero
no las podía reconocer. Y de pronto se dio cuenta de la temida
verdad; "Estoy perdida!"
Observó a los transeúntes e intentó elegir a alguien a quién
pedirle ayuda, pero todos caminaban de prisa, ensimismados y con
los ojos cerrados, como ciegos. Y fue entonces que vio al viejo
del autobús detenido a diez metros de ella, mirándola con esos
ojos acusadores y la mueca horrible en sus labios resecos.
Estaba oscureciendo. La calle y las tiendas encendieron unas
luces opacas y tristes y el sol se escondió definitivamente tras
los edificios, campanarios y tumbas del gran Cementerio General.
Las vitrinas exhibían seres humanos destrozados, cráneos a
treinta pesos cada uno, osamentas amarillas para la sopa
cincuenta pesos el kilo, niñitos pálidos colgando de garfios a
cien el par, intestinos delgados y gruesos a veinte pesos el
medio kilo.
Corrió aterrorizada entre la multitud de seres horribles y
monstruosos, y un poco mas allá el viejo corría rápidamente
hacia ella con los brazos extendidos. La niña se desplomó
llorando desconsolada y el viejo se inclinó ante él levantándola
enérgicamente de los hombros.
"Que te pasa hijita! Porqué corres y lloras? Estás enferma?
Acaso no reconoces a tu abuelo?"
El anciano la tomó de una mano y la condujo tranquilamente a la
parada de autobuses donde estaba su padre. Él la abrazó y le dio
las gracias al noble y querido abuelo. Los tres se fueron
caminando tomados de la mano y sin prisa por la hermosa Avenida
de los Despertares.
Las vitrinas se llenaron de juguetes y objetos fantásticos. Los
paseantes sonreían y la pequeña niña volvió a brillar como un
solcito recién lavado.
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