Es cierto que hoy hay más concursos para poesía que nunca y más
publicaciones de versos que en ninguna otra época. Algunos de
esos concursos están económicamente tan bien dotados que
estimulan a muchos poetas a la aventura de la convocatoria. Se
editan, además, muchísimas revistas, unas para poetas
consagrados y otras para conocidos y aficionados (que ello no
quiere decir que entre esos «conocidos» no haya también
«consagrados»). Se publican más antologías que en otras épocas
en las que esos «consagrados» figuraban siempre como guías de
sus promociones.
Si nos preguntamos, a tenor de lo expuesto, por el auge o la
decadencia de la poesía, nos inclinaremos por la visión
optimista. Y eso que don Antonio Machado no le auguraba mucho
porvenir a la lírica. Léanse las declaraciones de su Abel
Martín. Por lo visto, en la época en que el poeta sevillano
escribía esa impresión profética, no había buenas perspectivas.
¿Qué diría si viese el panorama reseñado líneas más arriba?
Sin embargo, no nos pongamos eufóricos. No es oro todo lo que
reluce. Las exigencias culturales de nuestra sociedad actual
conlleva la promoción de la cultura como un expediente político
de ayuntamientos y diputaciones, se suele decir. Ello favorece
la inflación de la concursografía. Pero, a pesar de su
espejismo, los poetas han de estar agradecidos a esta
oportunidad que es casi normativa de ciertas entidades
culturales.
Ahora bien, ¿es nuestra época propicia a la poesía cuando vemos
tanta violencia, tanta guerra, tanta hambre, tanta vaciedad en
la pequeña pantalla? Por otra parte, la televisión mete en los
hogares una cierta homogeneidad de gustos, una uniformidad
aplastante, unos comunes denominadores que ignoran o reducen las
preferencias de la minoría; en suma, la televisión es el
indiscutible árbitro de unos valores sociales vigentes merced a
su todopoderosa propaganda.
Hoy, que vivimos bajo el signo de lo anglo-norteamericano, nadie
escapa a una influencia de lo pragmático; además, los
telefilmes, las telenovelas y la publicidad bombardean el
interés de los televidentes. De hecho, la televisión se ha
convertido en una guía de la cultura de las masas, empleado este
término sin menosprecio alguno. ¿Tiene la gente de hoy
predisposición para la poesía?
En esta gente habría que ver a la que compra libros o tiene un
cierto nivel de conocimientos medios. A pesar de que la poesía
no se lleve, digamos como Bécquer: «No digáis que, agotado su
tesoro, / de asuntos falta enmudeció la lira. / Podrá no haber
poetas, pero siempre / habrá poesía».
Y es que los temas que han alimentado siempre a la poesía están
ahí como hace milenios; lo que ocurre es que las modas, amén de
variantes y necesidades culturales y no culturales, han decidido
sobre el protagonismo de la lírica. Y creo que no vale decir que
la poesía no se pone en primer plano del interés de la sociedad
porque falten poetas que sepan llevarla a los ojos de los
lectores.
Es que la Historia tiene su mecánica y en la de ahora la poesía
está ahí como un anacronismo venerable. Pero de lo que no hay
duda alguna es de que la gente sigue teniendo su corazoncito y
siempre habrá quien, a espaldas de los imperativos de la
Historia, leerá a un poeta de su gusto, o llevará en su memoria
fragmentos de un poema que encendió su asombro en un momento de
sentimiento inolvidable.
La poesía será siempre una notaria anónima de gustos íntimos y
de unos instantes cuya felicidad no tiene fecha ni moda
preestablecida. En su sentido negativo, quizá sea la reacción
evasiva ante un mundo que se nos impone con su carga de
consignas y no carente de angustia vital.
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