Y dejarás que la soberbia se haga luciérnaga de días infecundos
mientras la voz se apaga, y los egos, brillantes o tímidos,
sacan los ojos a la luz de un candil de manifiestos solemnes.
Todo sea por el beneficio y pleitesía de los cuervos que sueñan
domingos de copla y nieve, desquites marrones, olvidos de
estiércol, senderos por donde la verdad dejó sus arañazos
antiguos.
Poco importa que se ciegue el canto y que los besos vayan
quedando en recipientes de cristal sin brillo, poco que se sigan
derrumbando los símbolos que la palabra apuntala, muy poco que
ya solo perduren las babas y los lamentos de azúcar:
por eso es menester redimir el vacío y vestirlo de promesas,
desenterrar los grandes proyectos de futuro, recomponer
congresos de aire, viajes selectivos, capítulos convexos...
Y no dejar que el miedo al silencio se vaya apoderando de la
noche, que los glaciares naveguen derritiéndose a la deriva, que
el cemento se vuelva negro, o gris taciturno.
Cuando la fe se tambalea, el grito se yergue.
Cuando el final se vislumbra, el alacrán amenaza con el veneno y
el payaso sava una pompa de jabón de su chistera.
Cuando el hueco se evidencia, el discurso se enerva.
Todo sea para el maleficio de las máscaras, que bailan alrededor
de la hoguera de las vanidades.